Hola, hoy compartimos un relato del autor norteamericano William H. Gass, quien es la influencia más directa de autores como William T. Vollmann y David Foster Wallace. Es el más grande cuentista norteamericano de los últimos tiempos y aquí le presentamos una pequeña parte de su extensa obra.

john gardner

PRIMERA PARTE

1

Big Hans dio un grito, así que yo salí. El establo estaba oscuro, pero el sol brillaba sobre la nieve. Hans llevaba algo que había cogido del pesebre. Yo grité, pero Hans no me oyó. Alcanzó la casa con lo que llevaba antes de que yo llegara a las escaleras. Era el chico de Pedersen. Hans había dejado al chico sobre la mesa, como si se tratase de un jamón, y había puesto agua a hervir. No decía nada. Supongo que creía que ya había hecho suficiente ruido con sus gritos desde el pesebre. Madre estaba atareada con las ropas del chico, que estaban endurecidas por el hielo. Cuando respiraba, ella hacía un ruido que sonaba como uf. El agua rompió a hervir y Hans dijo:

Trae nieve y llama a tu padre.

¿Para qué?

Tráeme nieve.

Cogí el cubo grande que había debajo del fregadero y la pala que había junto al fogón. Intenté no hacerlo demasiado aprisa y nadie dijo nada. Había un talud de nieve sobre el borde del porche, así que cogí unas paletadas de allí. Cuando entré con el cubo, Hans dijo:

Tiene ceniza. Trae más.

Con las cenizas se derretirá.

Que no. Cierra la boca y vete a llamar a tu padre.

Madre extendió masa de pan sobre la mesa donde Hans había dejado al chico de Pedersen, como si lo fuera a poner de relleno. La mayor parte de su ropa estaba en el suelo, donde iba a formar un charco. Hans empezó a frotar con nieve la cara del chico. Madre dejó de intentar quitarle la ropa y se quedó simplemente de pie, con las manos extendidas como si las tuviera mojadas, mirando primero a Hans y luego al chico de Pedersen.

Tráelo.

¿Para qué?

Ya te lo he dicho.

Digo a padre—

Sé muy bien lo que quieres decir.      Venga.

Encontré una caja de cartón de leche condensada y con la pala la llené de nieve. Pero, como me imaginaba, era demasiado pequeña. Encontré otra llena de trapos y una esponja vieja que tiré.       Sopas Campbell.       También la llené con lo que quedaba del talud. La nieve se derretiría en el fondo de las cajas, pero me daba igual. Ahora el chico estaba desnudo. Me alegré de tener la mía más grande.

Parece un gorrino enfermo.

Cállate y ve a buscar a tu padre.

Está durmiendo.

Ya.

No le gusta que lo despierten.

No me digas. ¿Es que acaso no lo sé tan bien como tú? Ve a buscarlo.

Pero ¿para qué lo quieres?

Su whisky nos va a hacer falta.

Para eso sí sirve. Le desinfectará ese arañazo de la cara. Si es que no se le ha acabado.

El agua estaba hirviendo.

¿Qué vamos a hacer con esto?, dijo madre.

Espera, Hed. Ahora quiero que te vayas. Ya me he cansado de hablar. Vete, ¿me oyes?

Me fui a despertar al viejo. No le gustaba que lo molestaran. Tenía un sueño profundo y espeso. El chico de Pedersen, como a mí, le importaba un comino. El chico de Pedersen no era más que un niño. No servía para nada. Yo, sí. Y el viejo se enfadaría, porque, estando como estaba, no iba a darse cuenta de nada. Decidí que odiaba a Hans, aunque no fuera nada nuevo. Precisamente entonces odiaba a Hans porque me imaginaba cómo iba a mirarme padre —como si yo fuera el reflejo del sol sobre la nieve y por mi culpa le escocieran los ojos. Tenía los ojos cansados y nunca había tenido buena vista, pero con el whisky se le avivaría la mirada cuando yo hiciera ruido, se le enrojecerían los ojos y se pondría furioso. Decidí que también odiaba al chico de Pedersen, que se estaba muriendo en nuestra cocina mientras yo estaba fuera y no podía verlo, muriéndose solamente para dar gusto a Hans y obligándome a mí a subir las escaleras y a atravesar un corredor helado, al fondo estaría mi padre, roncando y resoplando, cubierto con mantas como un montón de estiércol bajo la nieve. Qué iba a importarle el chico de Pedersen. Qué le iba a importar que le despertaran para pedirle un poco de whisky para desinfectar la herida de un chico y que de paso descubrieran uno de sus escondrijos. Sólo eso lo pondría furioso estando sereno. Intenté no darme prisa a pesar del frío que hacía y de que el chico de Pedersen estuviera en la cocina.

Tal y como yo esperaba, estaba bien tapado. Lo sacudí por un hombro mientras lo llamaba por su nombre. Su nombre lo hizo dejar de roncar, pero no se movió, excepto para darse media vuelta cuando lo sacudí. Las mantas dejaron al descubierto su nuca escuálida y le vi la cabeza, alborotada como las semillas de un diente de león, pero tenía la cara vuelta hacia la pared —sobre ella se recortaba la pálida sombra de su nariz— y pensé: bueno, ahora no tienes pinta de matón borracho. No estaba seguro de si seguía dormido. Era un cerdo farsante. Había oído su nombre. Le sacudí un poco más fuerte y me puse a hacer ruido. Padre—, padre—, eh, dije.

Yo estaba demasiado agachado. Aunque debería haber tenido cuidado. Siempre se tumbaba pegado a la pared para que tuvieras que inclinarte cuando fueras a despertarlo. Era muy listo. Te hacía perder la paciencia. Yo tenía que haber tenido más cuidado, pero estaba pensando en el chico de Pedersen, completamente desnudo en mitad de la masa de pan. Cuando levantó el brazo di un salto hacia atrás, pero me alcanzó en un lado del cuello, haciendo que se me saltaran las lágrimas, y retrocedí tosiendo. Padre estaba de lado, mirándome con los ojos entreabiertos y una mano, con la que me había dado el puñetazo, sobre la almohada.

Largo de aquí.

No dije nada —tenía un nudo en la garganta— pero me quedé mirándolo. Tenía tan malas intenciones como una mula, daba coces a traición con las patas traseras. De todas formas, era mejor que me hubiera dado. Cuando fallaba se ponía furioso.

Largo de aquí.

Me ha mandado Hans. Me ha dicho que te despertase.

A la mierda Hans. Largo de aquí.

Se ha encontrado al chico de Pedersen junto al pesebre.

Largo de aquí.

Padre tiró de las mantas. Estaba chasqueando la lengua.

El chico está más helado que un carámbano. Hans le está dando friegas de nieve. Lo tiene en la cocina.

¿A Pedersen?

No, padre. Al chico de Pedersen. Al chico.

No hay nada que robar del pesebre.

No estaba robando, padre. Estaba allí tirado. Cuando lo encontró Hans estaba congelado. Estaba allí cuando lo encontró Hans.

Padre se echó a reír.

En el pesebre no tengo nada escondido.

No lo entiendes, padre. Es el chico de Pedersen. El chico—

Lo entiendo perfectamente.

Padre había levantado la cabeza, le brillaban los ojos, se mordía el lugar donde antes tenía el bigote.

Vaya si lo entiendo. Ya sabes que no quiero ver a Pedersen. Ese chulo. ¿Para qué voy a verlo? Ese maricón de agricultor. Para qué tenía que venir, ¿eh? Largo de aquí, maldita sea. Y no vuelvas. Haz lo que te salga de los cojones, so imbécil. Tú y Hans. Pedersen. Ese chulo de mierda. Ese maricón de agricultor. No vuelvas. Fuera. Mierda. Fuera. Fuera. Fuera.

Hablaba a gritos y respiraba con dificultad, apretando el puño que tenía sobre la almohada. En la muñeca tenía unos pelos largos y negros. Se le rizaban sobre el puño de la camisa.

Hans me obligó a venir. Hans dice que—

Que se vaya a la mierda Hans. Todavía es más bestia que tú. Y un buen cretino. Ya te enseñaré a ti yo como le he enseñado a él, maldita sea. Fuera de aquí. ¿Quieres que te tire el orinal?

Estaba a punto de levantarse, así que me fui dando un portazo. Empezaba a darse cuenta de que se había puesto demasiado furioso para poder volver a dormirse. Entonces se ponía a tirar cosas. Una vez salió tras Hans y le tiró el orinal por la barandilla. Padre había estado cagando y vomitando en el orinal. Hans cogió un hacha. Ni siquiera se molestó en limpiarse y antes de calmarse llegó a echar abajo un trozo de la puerta de padre. No habría llegado tan lejos si padre no se hubiera encerrado en su habitación dando tales carcajadas que hacía temblar la casa. Lo del orinal ponía a padre de muy buen humor —siempre que se acordaba. Yo tenía la impresión de que la historia no se les había olvidado a ninguno de los dos, la tenían enterrada en las tripas entre risotadas y juramentos, que pugnaban por salir como un animal enjaulado. Mientras bajaba no dejé de oír las maldiciones de padre.

Hans había cubierto el pecho y el vientre del chico con unas toallas empapadas en agua hirviendo. Con nieve le frotaba las piernas y los pies. La mesa estaba cubierta del agua de las toallas y de nieve y la masa había empezado a ponerse pastosa, adhiriéndose a la espalda y al trasero del chico.

¿Es que no se va a despertar?

¿Y tu padre?

Cuando me marché estaba despierto.

¿Qué ha dicho? ¿Te ha dado el whisky?

Me ha dicho que a la mierda Hans.

No te pases de listo. ¿Le has pedido el whisky?

Sí.

¿Y qué?

Dijo que a la mierda Hans.

No te pases de listo. ¿Qué piensa hacer?

Probablemente volver a dormirse.

Entonces vete a por el whisky.

Ve tú. Coge el hacha. A padre le dan miedo las hachas.

Escucha, Jorge, ya me he cansado de tus chulerías. El chico está muy mal. Como no consigamos que trague un poco de whisky puede que se muera. ¿Quieres que se muera el chico, eh? Ve a donde está tu padre y trae el whisky.

A padre le da igual el chico.

Jorge.

Que no. No le importa nada y a mí tampoco me gusta que me rompan la cabeza. A él le da lo mismo y yo no quiero que me llene de mierda. No le importa nadie. Lo único que le interesa es el whisky y la cicatriz que tiene en la cara. Lo que quiere es emborracharse como un cerdo. Lo demás le da igual. No le importa nada. Ni el chico de Pedersen. Ni el chulo de su padre. Ni tampoco el chico.

Yo lo traeré, dijo madre.

Ya le daría yo a Hans. Estaba considerando si lanzarme sobre él, pero cuando madre dijo que iría a por el whisky, se quedó tan sorprendido como yo y se tranquilizó. Madre nunca se acercaba al viejo cuando estaba durmiendo. Ya no. Desde hacía mucho tiempo. Cuando se lavaba la cara por la mañana, lo primero que ella veía era la cicatriz que le había hecho en la barbilla con la hebilla de una bota y puede que aún lo viera tirándosela, con el calcetín sucio colgando cuando la lanzó por los aires. Recordarlo le debía resultar tan normal como a Hans recordar haber ido a coger el hacha mientras todavía estaba empapado por las heces repugnantes de padre, verdosas y pestilentes.

No, no vayas, dijo Hans.

Sí, Hans, nos hace falta, dijo madre.

Hans movió la cabeza, pero ninguno de los dos intentamos detenerla. De haberlo hecho, tendría que haber ido uno de nosotros. Hans siguió dando friegas al chico…, frotaba…, frotaba.

Voy a por más nieve, dije.

Cogí la pala y el cubo y salí al porche. No sé dónde fue madre. Creía que había ido arriba y esperaba oírla subir las escaleras. Había sorprendido a Hans tanto como a mí al decir que iría ella y volvió a sorprenderlo al volver tan pronto, porque cuando entré con la nieve ya estaba allí con una botella que tenía tres plumas en la etiqueta, y que Hans, de muy mal humor, tenía agarrada por el cuello. Uy, de qué forma tan rara se comportaba, hurgando por los cajones con mucho cuidado, y sujetando la botella con el brazo extendido como si fuera una serpiente. Estaba enfadado porque había creído que madre iba a hacer algo tremendo, casi una heroicidad, especialmente en su caso —lo conozco bien…, lo conozco bien…, a veces se nos ocurren las mismas cosas—, pero madre no había pensado en nada semejante. No nos podíamos desquitar. No era como cuando te timan en la feria. Siempre lo intentan, así que es de esperar. Pero ahora Hans había dado a madre algo suyo —los dos se lo dimos cuando creímos que iba a ver a padre—, algo valioso, sus mejores sentimientos; pero como ella no sabía lo que le habíamos dado, no había forma de recuperarlo.

Hans dejó el tapón al descubierto y finalmente lo desenroscó. También estaba irritado porque sólo había una manera de tomar lo que ella había hecho. Madre había encontrado uno de los escondrijos de padre. Lo había encontrado y no había dicho ni palabra, mientras que Hans y yo nos habíamos pasado todo el invierno buscándolos, todos los inviernos desde aquella primavera en que llegó Hans y yo encontré la primera botella al mirar dentro del retrete. A padre le encantaban los escondrijos. Sabía que nosotros los andábamos buscando y le divertía. Pero lo de madre. Seguramente lo habría encontrado por casualidad, pero no había dicho nada y no sabíamos ni cuándo ni cuántos habría descubierto sin decirnos nada. Seguro que padre acabaría por darse cuenta. A veces no lo dejaba traslucir porque las escondía tan bien que ni él mismo era capaz de encontrarlas o porque miraba y no encontraba nada, y entonces pensaba que, a lo mejor, no había escondido ninguna o que ya se la había bebido. Pero esto sí lo iba a descubrir porque estábamos gastándolo. Cualquier idiota se daría cuenta de lo que había pasado. Si averiguaba que lo había descubierto madre —mala cosa. Estaba orgulloso de sus escondrijos. Lo único que le producían era orgullo. Supongo que no resultaba fácil engañarnos a Hans y a mí. Pero a madre no la consideraba gran cosa. Y si lo averiguaba —que la había descubierto una mujer— iba a haber problemas.

Hans echó un poco en un vaso.

¿Vas a ponerle más toallas?

No.

¿Por qué? El calor sobre la piel es bueno, ¿no?

No donde está más congelado. El calor es bueno para donde no hay hielo. Por eso sólo le he puesto toallas en el pecho y en el vientre. Tiene que descongelarse. Deberías saberlo.

Las toallas se habían desteñido.

Madre metió el dedo gordo del pie entre la ropa del chico.

¿Qué vamos a hacer con esto?

Hans comenzó a echar whisky en la boca del chico, pero se le llenó la boca sin que llegara a tragar nada y enseguida le resbalaba por la barbilla.

Ven, ayúdame a levantarlo. Tengo que abrirle la boca.

Yo no quería tocarlo y esperaba que fuera madre quien lo hiciese, pero ella seguía mirando al suelo, al montón de ropa del chico y al charco que había al lado y no se movió.

Vamos, Jorge.

Bueno.

Levanta, despacio… Levanta.

Ya estoy levantando.

Lo cogí por los hombros. La cabeza se le cayó hacia atrás. Se le abrió la boca. Tenía rígida la piel del cuello. Estaba muy frío.

Levántale la cabeza. Se va a ahogar.

Tiene la boca abierta.

La garganta está obstruida. Se va a asfixiar.

Se va a asfixiar de todas formas.

Levántale la cabeza.

No puedo.

No lo cojas así. Rodéalo con los brazos.

Bueno. Caray.

Estaba pero que bien frío. Le pasé un brazo alrededor del cuerpo con mucho cuidado. Hans le había metido los dedos en la boca.

Seguro que así se ahoga.

Cállate. Y cógelo como te he dicho.

Estaba mojado y muy frío. Yo tenía un brazo por detrás de su espalda. Parecía que estaba muerto.

Échale la cabeza un poco hacia atrás…, no demasiado.

Estaba frío y muy flaco. Seguro que estaba muerto. Teníamos un cadáver en la cocina. Estaba muerto desde el principio. Ya estaba muerto cuando lo entró Hans. Yo no lo sentía respirar. Estaba terriblemente flaco, tenía el pecho hundido entre las costillas. Estábamos a punto de meterlo en el horno. Hans lo estaba adobando. Yo lo tenía agarrado con un brazo, sujetándolo. Estaba muerto y yo lo estaba agarrando. Notaba que se me ponían los pelos de punta.

Bueno. Caray.

Está muerto. Lo está.

Lo has soltado.

¿Muerto?, dijo madre.

Está muerto. Lo he notado. Está muerto.

¿Muerto?

¿Es que eres idiota? Se ha dado con la cabeza contra la mesa.

¿Está muerto? ¿Está muerto?, dijo madre.

Claro que no, todavía no está muerto. Mira lo que has hecho, Jorge; todo está lleno de whisky.

Está muerto. Lo está.

Aún no. Todavía no lo está. Ahora deja de dar gritos y levántalo.

No respira.

Sí respira, está respirando. Levántalo.

No. No pienso sujetar a un muerto. Sujétalo tú si quieres. Puedes echarle todo el whisky que te dé la gana. Haz lo que quieras. Yo, ni hablar. No pienso sujetar a un muerto.

Si está muerto, dijo madre, ¿qué vamos a hacer con esto?

Jorge, maldita sea, vuelve aquí—

Me fui al pesebre donde lo había encontrado Hans. Aún había un hoyo en la nieve y unas huellas todavía no cubiertas de nieve por el viento. El chico debía haber estado de pie, porque eran muy vacilantes. Se notaba que se había aproximado a un talud y luego había regresado y se había agazapado al lado del pesebre, contra el que parecía haberse golpeado antes de caerse, quedándose luego quieto; por eso había dado tiempo a que la nieve se amontonase a su alrededor, de tal modo que enseguida lo habría cubierto por completo. Quién sabe, pensé, con esta nevada puede que no lo hubiéramos encontrado hasta la primavera. Me alegraba de que Hans lo hubiera descubierto, aunque estuviese muerto en nuestra cocina. Me veía saliendo de casa una mañana con el sol brillando en lo alto y cayendo gotas de los aleros, la nieve salpicada de gotas de agua y quebrándose el hielo del arroyo; yo salía y pasaba al lado del pesebre sobre el borde del talud de nieve…; había salido a jugar con la nieve… y me veía resbalar, hundirme en el talud grande que siempre se forma contra el pesebre y notaba algo bajo un pie, el chico de Pedersen, encogido, reblandeciéndose.

Eso habría sido mucho peor que tener que sujetar su cadáver en la cocina. Habría sido mucho más inesperado y habría sido mucho peor que hubiera ocurrido cuando yo estuviera jugando. No habría habido ningún aviso, ninguna posibilidad de estar prevenido antes de que sucediera; yo no habría sabido con qué había tropezado hasta no haberme agachado, incluso aunque el viejo Pedersen hubiera venido entre la nieve buscando al chico y aunque todo el mundo hubiera pensado que, con toda probabilidad, el chico estaría enterrado bajo la nieve en alguna parte; que, quizá, alguien lo encontraría algún día después de un buen vendaval, surgiendo de un prado como una negra roca desnuda; pero probablemente en primavera alguien lo encontraría en algún lugar perdido, derritiéndose entre el barro, y tendría que meterlo en su casa y luego llevarlo a casa de Pedersen y enseñárselo a la señora Pedersen. Aun así, aunque lo supiera todo el mundo y esperase que uno de los Pedersen lo encontrara antes para no tener que sacarlo del barro o desengancharlo de la maleza y meterlo en casa de uno y luego llevárselo a la señora Pedersen envuelto en sus ropas putrefactas y empapadas —aun así, ¿quién iba a pensar que al hundírsele inesperadamente un pie en la nieve de un talud mientras estás jugando ibas a dar con el chico de Pedersen allí, hecho un ovillo, precisamente al lado de tu propio pesebre? Estaba bien que Hans hubiera bajado por la mañana y lo hubiera encontrado, incluso aunque estuviera muerto en nuestra cocina y yo hubiera tenido que sujetarlo.

Cuando viniera Pedersen preguntando por su chico, esperando quizá que el chico hubiera llegado sano y salvo a nuestra casa y se hubiera quedado, aguardando a que amainara la ventisca antes de volver a su casa, padre saldría a su encuentro y le invitaría a un trago y le diría que él era quien tenía toda la culpa por haber levantado tantas vallas contra la nieve. Conociendo a mi padre, yo sabía que diría a Pedersen que buscase bajo los taludes que la nieve había formado contra las vallas, y Pedersen se pondría tan furioso que se abalanzaría sobre padre y se marcharía precipitadamente, clamando la venganza de Dios, como tanto le gustaba hacer. Pero, ahora, como lo había encontrado Hans y estaba muerto en nuestra cocina, padre no hablaría mucho cuando viniera Pedersen. Probablemente se limitaría a ofrecerle un trago y no mencionaría las vallas. A lo mejor Pedersen venía esta mañana. Eso sería lo mejor, porque padre todavía estaría durmiendo. Si padre seguía durmiendo cuando llegase Pedersen, no tendría ocasión de hablar de las vallas, ni de ofrecer un trago, ni de llamar chulo, ni cerdo, ni maricón a Pedersen. Entonces Pedersen no tendría que rechazar el trago, ni escupir el tabaco sobre la nieve, ni clamar al cielo, y podría coger a su chico y marcharse a su casa. Ojalá llegase enseguida Pedersen. Ojalá viniera a llevarse de nuestra cocina aquel cadáver húmedo y frío. Tal y como me sentía, no creía que hoy pudiera comer. Con cada bocado vería al chico de Pedersen en la cocina mientras lo adobaban para servirlo en la mesa.

Había amainado el viento. El sol brillaba sobre la nieve. De todas formas, sentí frío. No quería entrar en casa, pero notaba que el frío me envolvía como debía haberlo envuelto a él cuando estaba de camino. Se habría deslizado sobre él como una sábana, helada al principio, especialmente en la parte de los pies, y él posiblemente habría movido los dedos dentro de las botas, habría deseado enroscar una pierna en la otra, como hace uno al meterse en la cama. Pero entonces, poco a poco, se empieza a entrar en calor, las sábanas se empiezan a poner calentitas hasta que te sientes realmente a gusto y te quedas dormido. Sólo que cuando el chico de Pedersen se quedó dormido junto a nuestro pesebre no sería como quedarse dormido en tu cama, porque ni la sábana dejó de estar fría ni él entró en calor. Ahora seguía igual de frío en nuestra cocina, con el agua hirviendo y madre preparando el pan para cocerlo, mientras que yo estaba pisoteando la nieve junto al pesebre. Tenía que entrar. Miré, pero no distinguí a nadie en el camino. Lo único que vi fueron una serie de huellas medio borradas bailoteando sobre la nieve, que se perdían bajo un talud. No había nada más. No había nada: ni un árbol, ni un poste, ni una roca desnuda, ni un matorral cubierto de nieve que señalase el lugar donde aquellas huellas salían del talud, como si alguien hubiera surgido de entre la nieve que cubría el suelo.

Decidí dar la vuelta por la parte delantera, aunque no me dejasen pasar por el salón. La nieve me llegaba hasta la ingle, pero estaba pensando en el chico tumbado sobre la mesa de la cocina en mitad de la masa del pan, pringoso de whisky y agua, como si repentinamente hubiera llegado a nuestra cocina la primavera, desconociendo que él había estado siempre allí, y hubiera derretido la losa de su tumba y lo hubiera dejado allí para que nosotros lo encontrásemos, aterido, rígido y desnudo; y ¿quién sería el que lo tendría que llevar a casa de Pedersen y se lo entregaría a la señora Pedersen desnudo y con todo el trasero lleno de harina?

2

Solamente la espalda. El chaquetón verde. El gorro negro de lana. Los guantes amarillos. La escopeta.

Hans no dejaba de repetirlo. Era como si esperase que las palabras cambiaran de significado. Me miraba, sacudía la cabeza y volvía a repetirlas.

«Los encerró en el sótano, así que me escapé.»

Hans llenó el vaso. Estaba sucio de whisky y harina.

«No dijo nada en todo el rato.»

Puso la botella sobre la mesa y el fondo se hundió suavemente en la masa, inclinándose extrañamente hacia un lado como si —al igual que todo el mundo— se hubiera vuelto loca.

Eso es todo lo que dice que vio, dijo Hans, con la mirada fija sobre la huella del trasero del chico sobre la masa. Solamente la espalda. El chaquetón verde. El gorro negro de lana. Los guantes amarillos. La escopeta.

¿Nada más que eso?

Hizo una larga pausa.

Sólo eso.

Tiró el whisky y se quedó mirando al fondo del vaso.

¿Y cómo iba a acordarse de tantos colores?

Se inclinó con las piernas abiertas, los codos apoyados en las rodillas, y sujetó el vaso entre las dos manos, inclinándolo para ver cómo el resto del whisky se desplazaba por el fondo.

¿Cómo lo sabe? Es decir, ¿cómo está tan seguro?

Cree que lo sabe, dijo Hans con voz cansada. Cree que lo sabe.

Cogió la botella y tenía adherido un pegote de masa.

Bueno. Eso es todo. Lo cree así. Ya vale, ¿no?, dijo Hans.

Qué desorden, dijo madre.

Estaba delirando, dijo Hans. No podía pensar en otra cosa. Tenía que decirlo. Tenía que soltarlo. Si hubieras visto cómo gemía.

Pobrecito Stevie, pobrecito, dijo madre.

¿Estaba delirando?

Pero ¿es que te crees que se lo ha inventado?, dijo Hans.

Tiene que haber estado soñando. Mira —¿cómo pudo llegar hasta allí? ¿De dónde venía? ¿Caído del cielo?

Llegó en mitad de la ventisca.

Precisamente, Hans, así tuvo que ser. Estuvo nevando muy fuerte durante el día entero. No amainó hasta caer la tarde, ¿no? Así tuvo que ser. ¿Y qué probabilidades hay? ¿Eh?

Pues que ocurriera ya es bastante, dijo Hans.

Pero escucha, joder. No es de por aquí. Si no es de por aquí, tendrá que haber venido de alguna parte. No pudo haberlo hecho con la ventisca ni aunque hubiera conocido esta zona.

Llegó con la ventisca. Saldría de la tierra como un gusano. Hans se encogió de hombros. La cosa es que vino.

Hans se sirvió un trago, a mí no me dio.

Vino con la ventisca, dijo. Vino de la misma forma que llegó el chico. El chico no tenía muchas posibilidades, pero llegó. Está aquí, ¿no? Ahora está arriba. Eso no tienes más remedio que creértelo.

Cuando llegó el chico no había ventisca.

Se estaba levantando.

No es lo mismo.

Bueno. El chico tuvo unos cuarenta y cinco minutos, quizá una hora, antes de que la cosa empezara a ponerse fea. No es bastante. Hace falta todo, no solamente el comienzo. Cuando se levanta una ventisca más te vale estar donde quieres llegar, si es que quieres ir a alguna parte.

Eso es lo que quiero decir. ¿Lo ves, Hans? El chico tuvo una oportunidad. Conocía el camino. Venía de un sitio. Además, tenía miedo. Estaba asustado. No iba a andar por ahí zascandileando. Y ha tenido suerte. Ha tenido la posibilidad de tener suerte. Pero el de los guantes amarillos no ha tenido esa posibilidad. Tuvo que venir desde más lejos. Tuvo que hacer todo el camino en mitad de la ventisca. Pero no conoce el camino y tampoco está demasiado asustado, a no ser que lo esté de la nevada. No tiene ni la posibilidad de tener suerte.

Dices que el chico estaba asustado. De acuerdo. Explícame de qué.

Hans mantenía los ojos fijos en el whisky que brillaba en el vaso. Lo sujetaba con fuerza.

¿Y no estaba asustado el de los guantes amarillos?, dijo. ¿Cómo puedes saber que no estaba asustado por algo, aparte del vendaval, de la nevada, del frío y de la ventisca?

Bueno, no lo sé, pero parece probable, ¿no? De todas formas, el chico, bueno, puede que no estuviera asustado al principio. A lo mejor lo andaba buscando su padre para zurrarlo y se las piró. Luego se da cuenta de que viene otra ventisca y de que está perdido y cuando llega a nuestro pesebre no sabe dónde está.

Hans sacudió lentamente la cabeza.

Que sí, Hans, joder, que sí. El chico está asustado porque se ha escapado. No quiere decir la estupidez que ha hecho. Así que se inventa toda la historia. Es solamente un crío. Se ha inventado todo.

A Hans no le convencía. No quería creer al chico más que yo mismo, pero si no lo hacía, entonces el chico le habría tomado el pelo. Y eso tampoco lo quería aceptar.

Que no, dijo. ¿Es que es como para inventárselo? ¿Acaso se te ocurre algo así —cuando estás delirando, congelado, con fiebre y sin saber ni dónde ni con quién estás ni nada— y vas y te lo inventas?

Sí.

No. Verde, negro, amarillo: tampoco te inventas los colores. No te inventas lo de que meten a tu gente en el sótano para que se queden congelados. No te inventas lo de que no dice ni pío, ni tampoco que solamente le ves la espalda, ni la ropa que exactamente lleva puesta. Es más que una invención, más que una pesadilla. Es una de esas cosas que ves de repente y te impresiona tanto que nunca puedes olvidarlo por más que lo intentes; los sueños pasan, pero una cosa así acaba por apoderarse de ti; es como cuando se te engancha un cardo a la ropa e intentas quitártelo de encima mientras sigues con lo tuyo, pero nada, que no se quita, sólo se suelta un poco, y cuando quieres darte cuenta llevas una hora intentando despegártelo.      Yo lo sé.       A mí suele pasarme eso. A todo el mundo. Te cansas enseguida de intentar quitártelo. Si fuera una simple pelusa, bueno, pero es que no lo es. Nunca lo es. El chico tuvo que ver algo que lo impresionó; se le quedó tan grabado que posiblemente no dejó de verlo mientras corría hacia aquí. No podía evitarlo. Estaba tan impresionado que tenía que soltarlo en cuanto pudo. Le impresionó. Esas cosas no te las inventas, Jorge.      No.      Llegó en medio de la ventisca, igual que el chico. No tenía por qué haber venido, pero vino. No sé ni cómo, ni exactamente cuándo; sólo que debió de ser durante la ventisca de ayer. Llegaría a casa de Pedersen inmediatamente antes o inmediatamente después de que dejara de nevar. Llegó y metió a todos en el sótano donde guardan la fruta para que se congelasen, y puedes estar seguro de que no le faltarían razones para hacerlo.

Tienes masa pegada al culo de la botella de padre.

No se me ocurrió otra cosa que decir. Lo que Hans decía parecía correcto. Parecía correcto, pero no podía ser correcto. No podía ser. En cualquier caso, el chico de Pedersen se había escapado de su casa ayer por la tarde probablemente al amainar la ventisca, y esta mañana había aparecido en nuestro pesebre. Yo sabía que estaba aquí. Hasta ahí llegaba. Yo lo había sostenido. Lo había sentido muerto entre las manos, aunque ahora ya no debía de estarlo. Hans lo había acostado en el piso de arriba, pero yo todavía lo veía en la cocina, desnudo y esquelético, cubierto con dos toallas humeantes, el whisky resbalándole por la comisura de la boca, la suciedad de entre los dedos de los pies, marcando sobre la masa de madre la huella de su trasero.

Intenté coger la botella. Hans la retiró.

Pero no lo vio hacerlo, dije.

Hans se encogió de hombros.

Entonces no está seguro.

Está seguro, ya te lo he dicho. ¿Es que si no estuvieras seguro ibas a salir huyendo en mitad de una ventisca?

No había ventisca.

Se estaba levantando.

Yo no salgo cuando hay una ventisca.

Una mierda.

Hans me apuntó con el extremo de la botella lleno de masa.

Una mierda.

La agitó.

Vienes del establo —como esta mañana. Como sabes muy bien, en mil leguas a la redonda no hay nadie que lleve guantes amarillos y una escopeta. Vienes del establo sin pensar en nada concreto. Entras —acabas de entrar cuando ves a un tipo que no habías visto en la vida, a ese que no estaba en mil leguas a la redonda, que ni de lejos hubieras sospechado que existiera, y lleva guantes amarillos y chaquetón verde y nos tiene a mí, a tu madre y a tu padre en fila con las manos tras la nuca, así—

Hans se puso el vaso y la botella detrás de la cabeza.

Nos tiene a mí, a tu madre y a tu padre en fila con las manos tras la nuca y tiene un rifle entre los guantes amarillos y está apuntando hacia la cara de tu madre, subiendo y bajando lentamente el cañón.

Hans se levantó y violentamente agitó la botella delante de la cara de madre. Ella se sobresaltó y la apartó. Hans se detuvo antes de acercarse a mí. En su enorme cara, los ojos parecían botones negros y yo intenté que no se notara que me encogía en la silla.

¿Y qué has hecho tú?, rugió Hans. Dejar que un chiquillo se dé un golpe en la cabeza contra la mesa.

Vete a—

Hans tenía otra vez la botella ante sí, agitándola delante de mis narices.

Hans Esbyorn, dijo madre, no atosigues al chico.

Vete a—

Jorge.

Yo no huiría, madre.

Madre suspiró. No lo sé. Pero no grites.

Me cago en la mar, madre.

Y tampoco digas palabrotas. Por favor. Ya has dicho bastantes. Tú y Hans. Los dos.

Pero yo no saldría huyendo.

Sí, Jorge, sí. Estoy segura de que no escaparías, dijo.

Hans volvió a su sitio y se sentó y se acabó el trago y se sirvió otro. Ahora que ya me había liado, podía quedarse tranquilo. Era un cabrón.

Naturalmente que saldrías huyendo, dijo, humedeciéndose los labios con la lengua. Tal vez fuera lo mejor que podías hacer. Quizá todos huiríamos. Sin escopeta, sin nada con que hacerle frente.

Pobrecito. ¿Y qué vamos a hacer con esto?

Ponlo a secar, Hed, joder.

¿Dónde?

Bueno, ¿dónde sueles poner la ropa a secar?

Oh, no, dijo, no me parecería bien.

Entonces, joder, Hed, qué quieres que te diga. Joder.

Por favor, Hans, por favor. No me gusta oír esas cosas.

Se quedó mirando al techo.

Dios santo.       Qué desastre de cocina.       No soporto verla así.       Y el pan sin cocer.

Eso era todo lo que se le ocurría. Eso era lo único que tenía que decir. Yo le importaba un pito. Yo no contaba. No era su cocina. Yo no habría salido huyendo.

Al cuerno el pan, dije.

Cierra el pico.

Por mí podía ponerse todo lo furioso que le pareciera. Me daba igual. ¿Qué me importaba que estuviera furioso? Lo mismo que si me hubiera hecho un rasguño en un pie o que sintiera cualquier otra molestia o que la cama estuviera fría. Pero me encontré mejor cuando dejó de mirarme para echar un trago. Iba a retorcerle los cojones.

Bueno, dije. Vale. Vale.

Estaba considerando todo el asunto con la mirada perdida en el fondo del vaso.

En el sótano deban de haberse quedado congelados.

En el fondo brillaba un poco de licor. Le iba a retorcer los cojones como si fueran la boca de un costal.

¿Qué piensas hacer?

Volvía a tener un aspecto furioso, aunque no tanto como antes. Estaba viendo algo en el fondo del vaso.

He salvado al chico, ¿no?, dijo por fin.

Quién sabe.

No lo has salvado.

No. No lo he salvado.

Entonces ya va siendo hora de que hagas algo, ¿no?

¿Por qué? No creo que se hayan quedado congelados. Quien lo cree eres tú. Tú eres quien cree que salió huyendo en busca de ayuda. Tú. Tú lo has salvado. Muy bien. Tú no has dejado que se diera con la cabeza contra la mesa. Fui yo. No tú. No. Tú eres quien le ha estado dando friegas. Muy bien. Lo has salvado. Pero eso no es lo que quería el chico. Vino buscando ayuda. Por lo menos, según tú. No vino a que lo salvaras. Lo has salvado, pero ¿qué piensas hacer para ayudarlo? Te sientes superior, ¿eh?, pensando en lo que has hecho. Eres su salvador, ¿eh, Hans? ¿Cómo se siente uno?

Hijo de puta.

Muy bien, lo seré. No importa. Tú has hecho todo. Tú lo has encontrado. Tú has organizado la marimorena, venga a dar órdenes a todo el mundo. Estaba más muerto que vivo. Lo sé porque lo he sujetado. Quizá tú creyeras que estaba vivo, pero no importa. No —pero no podías dejarlo en paz. Friegas. Pues yo lo noté… frío… Joder.       ¿No estás orgulloso? Estaba muerto aquí mismo, muerto. Y no había ningunos guantes amarillos. Y ahora resulta que sí. Eso te pasa por tanto frotar. Friegas. ¿No estás contento? No quieres creer que el chico te estaba contando mentiras para engañarte. Así que estaba muerto. Y ahora no. Para ti no lo está. Para ti, no.

También para ti está vivo. Te has vuelto loco. Todo el mundo puede darse cuenta de que está vivo.

No lo está. No para mí. Nunca lo ha estado. Lo único que he visto es que estaba muerto. Frío… Yo lo he sentido… Joder. ¿No te alegras? Lo tienes en tu cama. Muy bien. Lo has subido tú. En tu cama, Hans. Fue a ti a quien le contó la historia al oído. Además te la has creído, así que para ti está vivo. Para mí, no. Para mí no lo está.

No puedes decir eso.

Pues lo digo, ¿me oyes?       Friegas… Además del chico, con la ventisca llegó otra cosa, Hans. Y no quiero decir que fuera el de los guantes amarillos. No lo hizo. No pudo. Pero hubo de venir algo más. No se te ocurrió pensarlo mientras le estabas dando friegas.

Hijo de puta.

Hans, por favor, Hans, dijo madre.

Déjalo. No me importa, ya te lo he dicho. Te estoy preguntando qué piensas hacer. Tú te lo has creído. Lo has hecho. ¿Qué vas a hacer? Tendría gracia que ahora el chico se estuviera muriendo ahí arriba mientras estamos aquí sin hacer nada.

Jorge, dijo madre, qué horror —en la cama de Hans.

Bueno, pues imagínate que no le diste friegas suficientes —no eran suficientemente fuertes ni se las diste durante el tiempo necesario, Hans. Imagínate que se te muere en la cama. Podría ser. Estaba frío. Lo sé. Tendría gracia, porque el de los guantes amarillos —ése no se va a morir. No va a ser fácil acabar con él.

Hans no dijo nada ni tampoco se movió.

Yo no soy juez. No valgo para salvar la vida a nadie, como dices tú. No me importa. Pero si ibas a dejarlo, ¿por qué empezaste a darle friegas? Me parece terrible que el chico de Pedersen se diera semejante caminata en medio de la tormenta, asustado y muerto de frío, y tú te has molestado en darle friegas para salvarle la vida y para que se recuperase y te contase un cuento y te convenciera y ahora resulte que no vas a hacer nada más que quedarte sentado haciendo manitas con esa botella. No es algo que te puedas quitar de encima así por las buenas.

Pero no ha dicho nada.

Aunque los sótanos son muy fríos, no se suelen helar.

Yo me recosté en la silla. Hans permanecía sentado.

Pues si no se suelen helar, ya está.

La superficie de la mesa de la cocina parecía estar llena de barro en las zonas que no estaban cubiertas. Toda ella estaba salpicada de pegotes de masa y de charcos de agua. Había surcos como de herrumbre sobre la mesa y las toallas se habían desteñido. Por todas partes había goterones de agua y whisky llenos de arena. Algo, que parecía whisky, goteaba lentamente hasta el suelo y a la par que el agua resbalaba hacia el charco formado por el montón de ropa. Las cajas estaban empapadas. La mesa y el fogón estaban rodeados de pisadas oscuras. Encontraba gracioso que las cajas se hubieran deshecho tan pronto. La botella y el vaso eran como postes a los que se aferrase Hans.

Madre comenzó a recoger las ropas del chico. Iba cogiéndolas una por una, con delicadeza, por los extremos, levantando una manga como si se tratase de la pata aplastada, rota y reseca de una rana muerta sobre la carretera por el calor del verano. Con aquella forma de cerrar las manos sobre ellas, daba la impresión de que no se trataba de algo humano, sino de animales —algo muerto y putrefacto que surgiese de la tierra. Se las llevó, y cuando volvió quise decirle que las enterrara —que las ocultase rápidamente bajo la nieve—, pero me alarmé ante la forma en que entró, con los brazos extendidos, abriendo y cerrando los temblorosos dedos, deslizándose como una cosechadora entre dos surcos.

3

¿Se os ha ocurrido pensar en un caballo?, dijo padre.

¿Un caballo? ¿De dónde iba a sacar un caballo?

De cualquier sitio —por el camino— de cualquier sitio.

Pero ¿lo iba a lograr a caballo?

En algo vendría.

Pero no a caballo.

Tampoco andando.

Yo no he dicho que viniera.

Los caballos no se pierden.

Sí se pierden.

Tienen sentido de la orientación.

Se dicen muchas gilipolleces de los caballos.

En una ventisca un caballo tomaría el camino de su casa.

Si se dejan sueltos, se van a casa.

Claro.

Si robas un caballo y lo dejas a su aire, te acaba por llevar al establo de donde lo robaste.

Es difícil controlarlos.

Entonces tendría que haberlo montado.

Y saber hacia dónde iba.

Sí, y haber ido hacia allí.

Si es que tenía un caballo.

Si robó un caballo antes de la nevada y lo montó, cuando se levantó la ventisca el caballo estaría demasiado lejos y no sabría cómo volver a su casa. Tienen un gran sentido de orientación…

Una mierda.

¿Dónde está la diferencia? Lo consiguió. ¿Qué más da cómo lo hizo?, dijo Hans.

Estoy considerando si pudo hacerlo, dijo padre.

Y yo te estoy diciendo que sí lo hizo, dijo Hans.

Y yo te digo que no. El chico se ha inventado toda la historia, dije yo.

El caballo se detendría. Olería el viento y se detendría.

Yo los he visto dar la vuelta.

Pues siempre van en contra del viento.

Pudo haberse hecho con él.

Si es que era dócil y no estaba demasiado asustado.

Los percherones son dóciles.

Según.

A algunos no les gusta que los monten.

Ni tampoco les gustan los desconocidos.

Depende.

¡Qué coño!, dijo Hans.

Padre se echó a reír. Sólo estoy haciendo suposiciones, dijo. Sólo son suposiciones, Hans. Nada más.

Padre había visto la botella. Enseguida. Tenía los ojos entrecerrados. Pero no se le había pasado por alto. La había visto y también el vaso que Hans tenía en la mano. Yo esperaba que dijera algo. Hans también. Llevaba con el vaso en la mano el tiempo suficiente como para que nadie pensara que estaba asustado y entonces lo dejó sobre la mesa como si nada, como si ya no hubiera razón alguna para tenerlo en la mano ni tampoco razón para soltarlo, pero de todas formas lo había dejado, sin pensar. Yo le había hecho un gesto, pero no me había visto o por lo menos había hecho como que no me había visto. Padre no había dicho ni palabra sobre la botella, aunque la había visto inmediatamente. Supongo que deberíamos agradecérselo al chico de Pedersen, aunque también teníamos la botella gracias a él.

Él es quien tiene toda la culpa por poner tantas cercas contra la nieve, dijo padre. Uno creería que, después de todo el tiempo que lleva aquí, ya debería conocer mejor los elementos.

A Pedersen no le gusta que le pillen desprevenido, padre; eso es todo.

Y un cuerno. Será cabrón, que le gusta ser precavido. Precauciones, precauciones, precauciones. Siempre está tomando precauciones, pero nunca acaba de estarlo. No, nunca. El verano pasado, en lugar de preocuparse de la cosecha, se puso a tomar precauciones contra la langosta. Joder. ¿Qué hay que hacer para no tener langosta? Bueno, pues la mejor forma de acabar teniéndola es hacer eso —tomar precauciones contra la langosta.

Una leche.

¿Que una leche? ¿Una leche dices, Hans?

Sí, he dicho que una leche.

Claro, es que tú eres de los previsores, ¿verdad? Como Pedersen, ¿eh? Lo que pasa es que piensas con el culo. Si echas veneno para un millón, ¿sabes qué acabará pasando? Pues que tendrás dos millones de langostas. Qué listos. Qué tíos tan listos. Pedersen anduvo buscándose las langostas, pidiendo las langostas, suplicando tener langostas. Bueno, pues ahora ha estado buscándose la nevada, de rodillas, con los brazos en cruz. ¿Y acaso estaba prevenido? ¿Contra una nevada? ¿Contra una buena nevada? ¿Es que se puede estar prevenido contra una buena nevada? Será imbécil. Nadie habría dejado a un hijo suyo cruzar las cercas. ¿Para qué demonios, digo yo, para qué demonios tuvo que mandarlo aquí? Coño, tienes que saber preocuparte de tus cosas. Mirad —padre señaló hacia la ventana. Mirad —mirad— qué os estaba diciendo—, nevando…, siempre nevando.

¿Has visto que alguna vez no nevase en invierno?

Estabas prevenido, supongo.

Siempre nieva.

También habrías previsto lo del chico de Pedersen, supongo. Estabas esperándolo ahí afuera, dejando que se te helasen los cojones.

Padre soltó una carcajada y Hans enrojeció.

Pedersen es un imbécil. Los sabelotodos nunca aprenden. Huy, no, naturalmente que no. Ése no se ha enterado de que hay cosas que afectan al trigo y que caen del cielo. Tiene el cuello torcido de tanto mirar al cielo, de observar las nubes —ah, cuánta mierda. Hasta es incapaz de no perder de vista a su hijo en una ventisca. Joder, tienes que aprender a cuidarte de tus cosas. Pero ya te ocuparás tú de no perderlo de vista, ¿eh, Hans? Cuanto más grandes, más tontos sois.

Hans tenía el rostro rojo y abotargado como los bordes irritados de una herida. Se inclinó y cogió el vaso. Padre estaba sentado en una esquina de la mesa de la cocina, balanceando una pierna. Tenía el vaso cerca de la rodilla. Hans se acercó a padre y lo cogió. Padre lo miraba y riéndose flexionaba la rodilla. La botella estaba sobre la repisa y padre miraba atentamente cómo la cogía Hans.

Ah. ¿Es que tienes la intención de beberte mi whisky, Hans?

Sí.

Pedir permiso es de buena educación.

No lo he pedido, dijo Hans, inclinando la botella.

Supongo que vendrá bien que haga unas galletas, dijo madre.

Hans levantó la vista para mirarla, manteniendo la botella inclinada. No se sirvió.

¿Galletas, madre?, dije yo.

Debería preparar algo para el señor Pedersen y no tengo nada.

Hans enderezó la botella.

Hay que tener una cosa en cuenta, dijo esbozando una sonrisa. ¿Cómo es que no ha venido Pedersen aquí en busca de su hijo?

¿Y por qué iba a venir?

Hans me guiñó el ojo a través del vaso. Pero por muchos guiños que me hiciera, no me iba a poner de su parte.

¿Por qué no? Somos los que estamos más cerca. Si el chico no está aquí podría pedirnos que le ayudáramos a buscarlo.

No es probable.

De todas formas, no ha venido. ¿Qué te parece eso?

No me interesa, dijo padre.

¿Por qué no? Pues a mí me parece que es algo que deberías haber tenido en cuenta ya hace rato.

A mí no.

¿No?

Pedersen es un imbécil.

Eso es lo que tú te crees. Te lo he oído muchas veces. Bueno, puede que lo sea. ¿Cuánto tiempo esperas que pase buscando por ahí antes de venir?

Mucho. Posiblemente mucho.

Ya hace mucho tiempo que se fue el chico.

Padre se estiró la camisa de dormir sobre las rodillas. Llevaba la de rayas.

¿Cuánto tiempo es mucho tiempo?, dijo Hans.

El que el chico lleva fuera.

Pedersen pronto estará aquí, dijo padre.

¿Y si no lo está?

¿Qué quieres decir con eso de si no lo está? Pues si no lo está, no lo está.

Pues nada, joder. Me importa un cojón. Si no viene, pues no viene. Me da igual lo que haga.

Claro, dijo Hans. Claro.

Padre cruzó los brazos. Parecía un juez. Balanceó la pierna. ¿Dónde has encontrado la botella?

Hans la hizo oscilar.

Las escondes bien, ¿eh?

Soy yo quien hace preguntas. ¿Dónde la has encontrado?

Hans se lo estaba pasando muy bien.

No fui yo.

Jorge, ¿eh? Padre se mordió un labio. Así que tú eres el cochino espía. No me miraba y me daba la impresión de que no era a mí a quien se dirigía. Lo dijo como si estuviera pensando en voz alta. No me engañaba ni despierto ni dormido.

Yo no he sido, padre.

Intenté llamar la atención de Hans para que se callara, pero se estaba divirtiendo de lo lindo.

El pequeño Hans no es idiota, dijo Hans.

No.

Ahora padre no le prestaba atención.

¿Qué tiene eso que ver?, dijo padre.

¿Por qué no ha venido? También lo estaría buscando. ¿Cómo es que no está aquí?

Santo cielo, había olvidado por completo al pequeño Hans, dijo madre mientras cogía apresuradamente un tazón del vasar.

¿Qué te traes entre manos, Hed?

Estoy haciendo galletas.

¿Galletas? ¿Para qué demonios? Galletas. No quiero galletas. Haz café. Te has pasado las horas sin hacer nada.

Para Pedersen y el pequeño Hans. Cuando vengan les vendrá bien tomar café con galletas y también les daré mermelada de saúco. Gracias por recordarme el café, Magnus.

¿Quién ha encontrado la botella?

Ella sacó unas cucharadas de harina de una lata.

Padre había estado sentado, balanceando la pierna. Ahora se quedó quieto y se puso en pie.

¿Quién la ha encontrado? ¿Quién ha sido? Maldita sea, ¿quién la ha encontrado? ¿Cuál de vosotros ha sido?

Madre estaba intentando medir la harina, pero le temblaban las manos. La harina se salió del cucharón y rebasó los bordes de la taza, y yo pensé: Sí, tú habrías salido huyendo. Te tiemblan las manos.

¿Por qué no se lo preguntas a Jorge?, dijo Hans.

Cómo lo odié, pasarme el muerto, el muy cobarde. Y eso que tenía unos buenos brazos.

Semejante mocoso, dijo padre.

Hans se reía tanto que le temblaba la barriga.

Nunca podría encontrar algo que hubiera escondido yo.

En eso tienes razón, dijo Hans.

Sí que podría, dije yo. Lo he hecho.

Es un mentiroso, ¿eh, Hans? La has encontrado tú.

Por alguna razón padre lo encontraba divertido y volvió a sentarse en el ángulo de la mesa. ¿A quién odiaba más, a Hans o a mí?

Nunca he dicho que la haya encontrado Jorge.

Tengo por peón a un mentiroso. Ladrón y mentiroso. ¿Por qué razón iba a seguir dando trabajo a un mentiroso? Supongo que porque soy blando con él y tiene una carita tan dulce. Pero ¿por qué a un ladrón…, con esos ojillos que parecen lunares móviles…, por qué?

Yo no soy como tú. Yo no me paso el día bebiendo para poder dormir por las noches y durante medio día siguiente, ni me cago en la cama, ni en mi habitación, ni por la casa.

Tampoco te matas a trabajar. El pequeño Hans abulta la mitad que tú y vale el doble. Tú…, tú no tienes cojones. Las palabras de padre no se entendían con claridad.

¿Y el pequeño Hans? El pequeño Hans no ha aparecido. Los Pedersen deben de estar bastante preocupados. A lo mejor esperan noticias. Pero Pedersen no viene. El pequeño Hans no viene. Ahí fuera hay un millón de ventisqueros. El chico podría estar en el fondo de cualquiera de ellos. Si alguien lo tenía que ver, éramos nosotros, y, si no, nadie lo habría visto hasta la primavera a no ser que el viento hubiera cambiado, lo que no es probable.

Pero nadie viene a preguntar. Yo diría que es muy raro.

Eres el mayor hijo de puta que…, dijo padre.

Sólo estoy considerándolo, nada más.

¿Dónde la has encontrado?

Se me ha olvidado. Tengo que pensarlo. Iba a echar un trago.

¿Dónde?

Las escondes muy bien, dijo Hans.

Te lo estoy preguntando. ¿Dónde?

No he sido yo, ya te lo he dicho; yo no la he encontrado. Ni Jorge tampoco.

Eres un cabrón, Hans, dije.

Es que ha dado crías, dijo Hans. Ya sabes, como aquel tipo que se quedó preñado de tanto echarse el aliento. O a lo mejor la ha encontrado el chico —y la tenía escondida debajo del abrigo.

¿Quién ha sido?, rugió padre, levantándose rápidamente.

La ha encontrado Hed. No las escondes bien y Hed la ha encontrado con toda facilidad. Sabía perfectamente dónde tenía que mirar.

Cierra el pico, Hans, dije.

Hans inclinó la botella. Hace tiempo que debía saber dónde la tenías. A lo mejor sabe dónde están escondidas todas. No eres tan listo. Quizá se haya quedado con todas, ¿eh? Y ya no son tuyas, qué te parece.

Hans se sirvió un trago. Entonces padre le quitó el vaso de la mano de una patada. La zapatilla de padre salió volando y pasó rozando la cabeza de Hans y rebotó contra la pared. El vaso no se rompió. Cayó junto al fregadero y rodó lentamente hasta los pies de madre, dejando un leve surco. De la cuchara brotó una ligera nube blanca. Había whisky sobre la camisa de Hans y sobre la pared y los vasares y un charco en el suelo donde había caído el vaso. Madre tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía aspecto abatido y gemía y lloriqueaba.

Bueno, dijo padre, pues iremos. Iremos ahora mismo, Hans. Y espero que te metan un balazo en las tripas. Jorge, sube a ver si ese hijo de puta todavía sigue vivo.

Hans se estaba restregando las manchas de la camisa y humedeciéndose los labios cuando yo pasé corriendo agazapado junto a padre y salí.

SEGUNDA PARTE

1

No corría viento. Los arneses crujían, la madera crujía, los patines hacían el mismo ruido que una sierra que cortase con suavidad y todo era blanco alrededor de las patas de Simon, el caballo. Padre sujetaba las riendas entre las rodillas y Hans, él y yo estábamos muy juntos. Teníamos la cabeza inclinada y encogíamos los pies, deseando poder meter las dos manos en el mismo bolsillo. Solamente Hans respiraba por la nariz. No hablábamos. Ojalá pudiera calentarme los dientes con los labios. Teníamos una manta que no servía para nada. Bajo ella hacía igual de frío y padre dio un trago de una botella que tenía a su lado sobre el asiento.

Intenté que no se me pasara la sensación que tenía cuando enganchamos a Simon, cuando todavía no tenía frío y decidimos arriesgarnos a tomar el camino del norte que lleva a casa de Pedersen. Era tortuoso e iba a dar junto al bosquecillo que hay detrás del establo. Pensábamos que desde allí podríamos echar un vistazo. Intenté no dejar escapar aquella sensación, que era algo así como un baño lleno de agua caliente difícil de mantener a la misma temperatura. Era como si me dispusiera a emprender algo especialmente importante —como un caballero dispuesto a iniciar una gesta— algo que merecería la pena recordar. Soñaba que salía del establo y me lo encontraba de espaldas en la cocina, luchaba con él, lo derribaba y le arrancaba de la cabeza el gorro de lana con el cañón de la pistola. Soñaba que al salir del establo, parpadeando ante la luz, lo encontraba allí, cogía la pala y lo sorprendía. Eso sucedía entonces, cuando todavía no tenía frío, cuando yo hacía algo grande, incluso heroico, como para recordarlo para siempre. No podía pensar en el corral trasero de Pedersen, ni en el porche ni en el establo. No me veía allí, ni tampoco a él. Solamente me lo podía imaginar donde yo ya no estaba —silenciosamente de pie en nuestra cocina, subiendo y bajando la escopeta ante el rostro de madre y madre apartándolo, intentando a la vez no moverse ni un milímetro para evitar que le diera un tiro.

Cuando sentí frío me abandonó esa sensación. No podía imaginármelo con la escopeta, el gorro y los guantes amarillos. No podía imaginarme que me encontraba con él. No estábamos en ninguna parte y no me importaba. Padre conducía el trineo sin perder de vista el accidentado camino blanco y bebía de la botella. Los tacones de las botas de Hans rechinaban sobre el respaldo del asiento. Yo intentaba mantener la boca cerrada y respirar y no pensar por qué carajo tenía que hacerlo.

No era como un paseo en trineo en un atardecer al principio del invierno, cuando el aire está inmóvil, la tierra cálida y las estrellas son como copos que acaban de nacer para no descender nunca. Desde luego, el aire estaba inmóvil, el sol frío y alto. A nuestra espalda, entre las cunetas que marcaban el camino, se veían las huellas del trineo y los agujeros que hacía Simon. Delante de nosotros descendía formando taludes. Padre tenía los ojos entrecerrados, como si realmente supiera hacia dónde nos dirigíamos. De Simon, el caballo, se desprendía vapor. De los arreos colgaba hielo. Se le había formado una costra de nieve sobre el pecho. Yo tenía miedo de que se cortara los corvejones con la corteza helada y quería echar un trago de la botella de padre. Hans parecía dormir y temblaba en sueños. Yo tenía el trasero dolorido.

Llegamos hasta un talud que cruzaba el camino y padre enfiló a Simon hacia donde él sabía que no había cercas. Padre pensaba regresar al camino, pero tras rodear el talud me di cuenta de que era imposible. Estaba lleno de escarpados taludes que lo cruzaban.

No hay por qué hacerlo, dijo padre.

Era lo primero que decía padre desde que me dijo que subiera a ver si todavía seguía vivo el chico de Pedersen. A mí no me pareció que estaba vivo, pero dije que suponía que sí. Padre había ido a coger su escopeta lo primero de todo, sin vestirse, con un pie todavía descalzo, así que fue con cuidado y se subió la escopeta meciéndola entre los brazos, abierta y apuntando hacia el suelo. Tenía una mancha oscura en la parte de la rabadilla de haber estado sentado en la mesa. Hans tenía su escopeta y el cuarenta y cinco que había robado en la Marina. Me hizo cargarlo y cuando me lo hube metido en el cinturón me dijo que se me podría disparar y que ya no podría follar nunca. Sentía la pistola como un trozo de hielo contra la barriga y se me clavaba el cañón. Madre había puesto unos emparedados y un termo de café en un saco. El café se enfriaría. Yo tendría las manos frías cuando fuera a comerme los míos, aunque no me quitara los guantes. Tampoco resultaría fácil masticar. Al beber estaría fría la boca del termo y se me derramaría por la mejilla y se quedaría congelado; y si usaba el vaso, el metal se me pegaría a los labios como un whisky de mala calidad que no se quisiera saborear y luego me quemaría y se me despellejarían al despegármelo.

Simon se metió en un hoyo. No podía salir y se asustó y patinó el trineo. Hasta ahora la corteza había estado dura, pero esta vez el patín delantero derecho la rompió y nos quedamos atascados en la nieve blanda del interior. Padre gruñía impaciente entre dientes y tranquilizó a Simon.

Vaya una estupidez, dijo Hans.

Ha perdido el equilibrio, joder. Ni que fuera yo el caballo.

No sé. Este Simon es un gilipollas, dijo Hans.

Padre echó un trago con mucho cuidado.

Da la vuelta y sácalo.

Jorge está en la parte de fuera.

Da la vuelta y sácalo.

Ve tú. Da tú la vuelta. Tú has dejado que se atascara.

Da la vuelta y sácalo.

A veces la nieve parecía tan azul como el cielo. No sé cuál de los dos parecía más frío.

Ya voy yo, joder, dije. Estoy en la parte de fuera.

Tu viejo está en la parte de fuera, dijo Hans.

Creo que sé muy bien dónde estoy, dijo padre. Creo que sé dónde estoy.

¿Os queréis callar de una vez? Ya voy yo, dije.

Tiré la manta y me puse en pie, pero estaba terriblemente entumecido. El resplandor de la nieve me cegó y también la angustia del espacio que nos rodeaba. Al bajar me di un golpe en el tobillo contra el estribo de hierro del costado. El dolor me recorrió la pierna, haciéndome estremecer como el mango de un hacha que recibe un mal golpe. Solté un juramento y tardé en saltar. La nieve parecía tan firme y dura como el cemento y sólo podía pensar en la botella.

Hace diez años que sabes que hay ahí un estribo, dijo padre.

La nieve me llegaba hasta la ingle. La pistola me quemaba. Rodeé el hoyo como pude, intentando andar de puntillas para no hundirme hasta la ingle en la nieve, pero no sirvió de nada.

¿Es que te has convertido en un pájaro?, dijo Hans.

Agarré a Simon e intenté sacarlo con suavidad. Padre soltaba palabrotas desde el asiento. Simon coceaba, se sacudía y embestía hacia delante. El patín delantero derecho se hundió. El trineo giró sobre sí mismo y la parte derecha golpeó violentamente a Simon en las patas traseras detrás de los corvejones. Simon retrocedió y de una coz hizo saltar un trozo del costado del trineo y luego dio un tirón hacia delante y se enredaron las riendas. El trineo volvió a girar y, tras una sacudida, quedó libre el patín derecho. La botella de padre salió rodando. Desde donde yo estaba sentado sobre la nieve vi cómo intentaba agarrarla. Simon continuó tirando hacia delante. El trineo se deslizó lateralmente y cayó dentro del hoyo de Simon, quedando el patín izquierdo completamente fuera de la nieve. Simon tiraba hacia arriba, aunque padre había perdido las riendas y seguía pidiendo a gritos su botella. Yo tenía los ojos llenos de nieve y la notaba descender por la espalda.

Simon no tenía por qué haber hecho semejante cosa, dijo Hans imitando a padre.

¿Dónde está mi botella?, dijo padre, mirando por encima del costado del trineo hacia la nieve pisoteada. Jorge, vete a buscar mi botella. Se ha hundido en la nieve por este lado.

Intenté sacudirme la nieve sin que me siguiera entrando más en los bolsillos y por dentro de la chaqueta.

Sal a buscarla tú. Es tu botella.

Padre se inclinó hacia mí.

Si no fueras tan imbécil no se me habría caído. ¿Quién te ha enseñado a manejar un caballo? Porque no lo has aprendido de mí. Nunca he visto hacer tontería mayor.

Padre hizo un círculo con los brazos.

La botella ha caído por aquí. No puede haber ido muy lejos. Estaba tapada, gracias a Dios. No se me saldrá.

La nieve me corría por la espalda. El cuarenta y cinco se me había escurrido del cinturón. Tenía miedo de que, como me había dicho Hans, se me disparara. Lo apreté con el antebrazo derecho. No quería que se me cayera por dentro de los pantalones. No me gustaba. Padre me daba instrucciones a voz en cuello.

Tú la escondiste, dije. Se te da muy bien. Así que ahora la buscas tú. Yo no sé. Lo has dicho tú mismo.

Jorge, sabes que necesito la botella.

Pues entonces, mueve el culo y ponte a buscarla.

Sabes que me hace falta.

Pues bájate.

Si me bajo no va a ser a buscar la botella. Te voy a meter en la nieve hasta que te ahogues, mocoso de mierda.

Empecé a dar patadas contra la nieve.

Hans dejó escapar una risita.

Hay un tirante roto, dijo.

¿Qué te hace tanta gracia?

Ya te dije que el tirante estaba gastado.

Yo daba patadas. Padre me miraba los pies.

Ahí no, joder. Señaló con la mano. Tú lo sabes todo, Hans, supongo, dijo sin dejar de mirarme. En cuanto se te ocurre la menor cosa tienes que decírselo a alguien. De ese modo ya lo sabe alguien más. Entonces ya se puede hacer lo que haya que hacer y tú no tienes que —joder, ahí no, por allí. ¿Verdad, Hans? ¿Nunca te falla?       Más adentro.

¿Cómo es que siempre hay alguien que te lo haga?       Nunca he logrado saberlo. Supongo que con el trabajo eres como un chulo de putas. Tienes que meterte más adentro, ya te lo he dicho.

Arreglar tirantes no es asunto mío.

Eh, mete las manos. Que está limpia. Haces lo mismo que con el estiércol.

¿Y por qué no es asunto tuyo? ¿Es que sólo te dedicas a dar por culo a las ovejas?       Mira a ver por allí. Ya te la deberías haber tropezado. No, por allí; por aquí, no.

Nunca he arreglado tirantes.

Coño, como que no ha hecho falta arreglarlos desde que estás aquí. Jorge, haz el favor de dejar de frotarte la picha con la pistola y usa las dos manos.

Tengo frío, padre.

Yo también. Por eso tienes que encontrar la botella.

Y si la encuentro, ¿me vas a dar un trago?

¡Anda, ni que te hubieras hecho un hombre en dos días!

Pues ya he echado unos cuantos.

Ja. ¿De qué, eh? ¿Has oído, Hans? Ya he echado unos cuantos. Supongo que para curarte, como dice tu madre. El alcohol, el alcohol, Jorge Segren… Ja.       Dice que ya ha echado unos cuantos.

Padre.

Que ha echado unos cuantos. Que ha echado unos cuantos. Que ha echado unos cuantos.

Padre. Tengo frío, padre.

Bueno. Pues pon atención, coño, no des saltitos de pollo.

Pues de todas formas estamos listos, dijo Hans.

Como no encontremos la botella sí que vamos a estar listos.

Puede que tú lo estés. Tú eres el único que necesita la botella. Jorge y yo no la necesitamos, pero tú, viejo, ahí estás, perdido en la nieve.

Tenía los guantes mojados.

Se me había metido nieve por dentro de las mangas. Y estaba empezando a entrarme en las botas. Me detuve para ver si podía sacármela con el dedo.

A lo mejor está todavía caliente el café de madre, dije.

Puede. Sí. Claro. Pero ese café es para mí, hijo. No he comido nada. Ni siquiera he desayunado. ¿Por qué te has parado? Vamos, Jorge, coño, que hace frío.

Eso lo sé yo mejor que tú. Estás ahí sentado, tan tranquilo y tan cómodo, venga a dar órdenes; pero yo soy quien está trabajando y se me mete la nieve por dentro.

Claro.  Sí. Es verdad.

Padre se recostó e hizo una mueca. Tiró de la manta y Hans tiró del otro extremo.

Es más fácil entrar en calor cuando uno se está moviendo, todo el mundo lo sabe. ¿No es cierto, Hans? ¿No es más fácil entrar en calor cuando uno se mueve?

Sí, dijo Hans. Sobre todo cuando no se tiene una manta.

Vamos, Jorge, vas a entrar en calor…, muévete. No querrás que se te congele la polla. Y, además, si te mueves no te saldrán callos en el culo. ¿A que no, Hans?

Naturalmente.

Hans lo sabe muy bien. Está completamente lleno de callos.

Así te arranquen la lengua.

No la encuentro, padre. A lo mejor está todavía caliente el café de madre.

Maldito mocoso, has dejado de buscarla. Ponte a buscarla como te he dicho y encuéntramela. Encuéntrala rápido, me oyes. No vas a volver a subirte a este trineo hasta que la hayas encontrado.

Empecé a aplastar la nieve con los pies sin darme demasiada prisa y padre se sonó con los dedos.

Con el frío se te salen los mocos, dice, qué listo.

Si encontrara la botella, volvería a meterla con el pie debajo de la nieve. No dejaría de darle patadas hasta incrustarla en un talud. Padre nunca sabría dónde estaba. Tampoco volvería al trineo. De todos modos, no iban a ir a ninguna parte. A pesar de que había una buena tirada, me iría a casa. Si volvía la vista atrás, se verían nuestras huellas sobre el camino. Se juntaban antes de perderse de vista. En casa se estaría calentito y valdría la pena la caminata. Era aterrador —el blanco espacio infinito. Tendría que mantener la cabeza agachada. Todo estaba lleno de taludes y ventisqueros. Yo nunca había querido ir a casa de Pedersen. Eso fue cosa de Hans y de padre. Yo sólo tenía frío…, frío… y estaba asustado y harto de la nieve. Eso haría si la encontraba —meterla debajo de un talud. Luego, más adelante, mucho más adelante, un día de primavera saldría a buscar por aquí la vieja botella, que sobresaldría entre la nieve derretida, clavada en el barro, y la escondería en el establo y podría echar un trago siempre que quisiera. Me compraría cigarrillos de verdad, puede que un cartón, y también los escondería. Entonces padre notaría un día que yo olía a whisky al entrar y creería que había encontrado uno de sus escondrijos. Se pondría como una fiera y no sabría qué decir. Sería primavera y creería que ya las había recogido como solía hacer, recolectaba la cosecha según él. Eché un vistazo para ver si había algo que sirviera para señalar el sitio, pero todo estaba cubierto de nieve. Sólo había taludes y hoyos llenos de nieve y las largas huellas sobre el camino. Tal vez nos habíamos atascado en un barrizal. Quizá salieran espadañas en primavera y vendrían los grajos. O puede que tuviera poca agua y al principio se llenaría de limo y luego se resquebrajaría al secarse. Padre nunca averiguaría cómo me había hecho con la botella. Algún día se iba a poner demasiado chulo y yo le metería la cabeza debajo de la bomba o le atizaría en su culo flaco con el envés de una horca llena de estiércol. Hans se iba a pasar de listo y algún día—

Joder, ¿te quieres mover?

Tengo frío, padre.

Pues vas a tener mucho más.

Bueno, de todos modos estamos apañados, dijo Hans. No vamos a ninguna parte. Se ha roto el tirante.

Padre dejó de observarme trajinar en la nieve. Frunció el ceño y miró a Simon. Simon estaba quieto, con la cabeza baja.

Simon está tiritando, dijo. Se me ha olvidado que estaría sudando. Hace tanto frío que se me ha olvidado.

Padre quitó la manta a Hans de un tirón, como si Hans fuese una cama que estuviera deshaciendo, y se bajó de un salto. Hans gritó, pero padre no le hizo caso. Extendió la manta sobre Simon.

Tenemos que hacer que se mueva. Si no va a quedarse entumecido.

Padre pasó la mano con ternura sobre las patas de Simon.

No parece que se haya hecho daño con el trineo.

Se ha roto el tirante.

Entonces Hans se puso en pie. Se golpeó el cuerpo con las manos y empezó a dar saltos.

Tendremos que empujarlo hasta la casa, dijo.

¿Hasta la casa, eh?, dijo padre, echando a Hans una extraña mirada de soslayo. Es una buena tirada.

Tú puedes ir montado, dijo Hans.

Padre pareció sorprenderse y adquirió un aspecto aún más raro. No era propio de Hans decir algo así. Hacía demasiado frío. Le hacía sentirse generoso. Algo bueno había en el frío.

¿Por qué?

Padre se movía con dificultad, dando palmaditas a Simon, pero no dejaba de mirar a Hans, como si fuera Hans quien pudiera soltar una coz.

Hans echó una buena meada.

Joder, el tirante.

Hans estaba tomando muchas precauciones. Hans tenía un frío espantoso. Tenía la nariz roja. La de padre estaba blanca, pero parecía que estaba congelada. La tenía tan blanca como siempre —como si esa parte se le hubiera muerto hacía mucho tiempo. Me preguntaba de qué color tendría yo la nariz. La mía era más grande y tenía la punta más afilada. Era la nariz de madre, decía madre. Yo era en general más corpulento que padre. También era más alto que Hans. Me pellizqué la nariz, pero tenía los guantes empapados, así que no noté nada excepto que me dolió la nariz al pellizcármela. No podía tenerla demasiado fría. Hans estaba señalando los extremos del tirante que arrastraban sobre la nieve.

Haz un nudo, decía padre.

No aguantará, decía Hans meneando la cabeza.

Haz un buen nudo y aguantará.

Hace demasiado frío para hacer un nudo fuerte. El cuero está demasiado rígido.

Qué coño va a estar demasiado rígido.

Bueno, pues es demasiado grueso. No se pueden hacer nudos.

Seguro que tú puedes.

Se quedará ladeado.

Pues que vaya ladeado.

Simon no podrá tirar bien si se queda ladeado.

Tendrá que apañárselas como pueda. No pienso dejar aquí el trineo. Joder, podría volver a nevar antes de que volviera con otro tirante.       ¿O es que piensas traerlo tú?       Cuando llegue a casa voy a quedarme allí y me voy a tomar el desayuno aunque sea la hora de cenar… No pienso volver aquí en medio de otra ventisca para acabar como el chico de Pedersen.

Claro, asintió Hans. Vamos a sacar esto de aquí y a llevarnos a Simon a casa antes de que se quede tieso. Yo ataré el tirante.

Hans se bajó y yo dejé de pisotear la nieve. Padre observaba a Hans con mucha atención desde el otro lado de Simon y yo le veía sonreír como si se le hubiera ocurrido alguna guarrada. Me dispuse a subir al trineo, pero padre me dio un grito y me hizo seguir buscando.

Puede que la encontremos cuando movamos el trineo, dije.

Padre se echó a reír, pero no por lo que yo había dicho. Abrió la boca de par en par, mirando a Hans, y soltó una risotada, aunque parecía tranquilo. Sí, a lo mejor, dijo, y continuó acariciando a Simon. Puede que sí, ¿eh? Yo no encontré la botella y Hans anudó el tirante. Tuvo que quitarse los guantes para hacerlo, pero acabó enseguida y la verdad es que me dejó admirado. Padre ayudaba pacientemente a Simon mientras Hans empujaba hacia arriba. Se soltó y de repente se puso en movimiento —resbalando sobre la superficie. Oí un ruido parecido al estallido de una bombilla. Sobre la huella del trineo se extendió una mancha parduzca. Padre volvió la mirada hacia allí sin soltar el ronzal y con las piernas bien abiertas sobre la nieve.

Oh, no, dijo.       Oh, no.

Pero Hans no se pudo contener. Levantó una pierna, sacándola de la nieve.

Daba palmadas. Sus hombros se estremecían. Se agarraba la barriga. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Oh-oh-oh, gritaba, sujetándose los costados. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Tú-tú-tú, gritaba. Tenía enrojecidas las mejillas, la nariz y la frente. Encontrada— encontrada— encontrada, se ahogaba.

Padre estaba completamente aterido. El cabello blanco que le salía por debajo del gorro parecía estar rígido y de punta, brillando como la nieve. Hans continuó riéndose. Nunca lo había visto tan complacido. Dio un traspiés, desfalleció —padre estaba tan inmóvil como un poste. Hans comenzó a jadear y a toser, estaba agotado. Enseguida volvería a sentir frío, cansancio, y entonces desearía poder echar un trago de la botella. El que se hubiera roto se le había subido a la cabeza. El reguero había dejado de extenderse y se diluía entre la nieve pisoteada y aplastada. Podríamos derretir la nieve y bebérnosla, pensé. Yo necesitaba la botella con todas mis fuerzas. Odiaba a Hans. Odiaría a Hans durante toda mi vida —mientras hubiera nevadas.

Hans resoplaba exhausto cuando padre me dijo que me subiera al trineo. Entonces Hans se montó con un gran esfuerzo. Padre quitó la manta a Simon y la tiró en el trineo. Luego hizo que Simon se pusiera en movimiento. Me cubrí con la manta e intenté dejar de tiritar. Nuestro fogón, pensé, era negro… bueno… negro… maravillosamente lleno de hollín negro… y por las aberturas salía un brillo como de cerezas maduras. Pensé en el agua hirviendo sobre el fogón, el vapor lleno de vida, silbando, blanco y cálido, al revés que mi aliento, que formaba lentamente nubes al salir para quedar colgando mortecino del aire inmóvil.

Hans dio un salto.

¿Adónde vamos?, dijo. ¿Adónde vamos?

Padre no dijo nada.

Éste no es el camino, dijo Hans. ¿Adónde vamos?

La pistola se me clavaba en el estómago. Padre miraba a la nieve con los ojos entreabiertos.

Por amor de Dios, dijo Hans. Siento lo de la botella.

Pero padre siguió adelante.

2

El bosquecillo estaba sembrado de espinosos agracejos que crecían junto a los troncos de los árboles, quedando ocultos bajo la nieve. Los robles eran altos, las ramas extendidas, la corteza de los troncos oscura y arrugada. Había lugares en los que se percibían las espirales de hierbas muertas y heladas desde la raíz y se habían formado montones de nieve a través de los cuales sobresalían las negras espinas del agracejo. El viento había derribado algunas ramas sobre los taludes. El sol proyectaba las sombras de otras ramas sobre las laderas y las doblaba sobre las crestas. Al otro lado del bosquecillo se elevaba el terreno. La nieve se elevaba. Padre y Hans llevaban las escopetas. Íbamos protegidos por los taludes sin asomar la cabeza. Yo oía nuestra respiración y cómo crujían la nieve, el suelo y nuestras botas. Caminábamos con lentitud y todos teníamos frío.

Sobre la nieve, a través de las ramas, vi el tejado de casa de Pedersen y más cerca el establo de Pedersen. Nos dirigimos hacia el establo. De vez en cuando padre se detenía para ver si salía humo, pero no se veía nada en el cielo. Hans tropezó con un arbusto y se clavó un espino que le atravesó el guante de lana. Padre le hizo un gesto para que guardara silencio. A través de los guantes yo sentía la pistola —pesada y fría. El viento casi había descubierto el terreno por donde íbamos. Yo mantenía la vista fija sobre los tacones de Hans, porque si miraba hacia arriba me dolía la nuca. Cuando lo hacía para ver si había humo, una brisa suave me daba en la mejilla y parecía que la piel se me quedaba pegada al hueso. Sólo pensaba en cómo poner el pie sobre las huellas de Hans y en cómo, bajo el gorro, me ardían las orejas y en cómo me dolían los labios y en que un solo movimiento me causaba dolor. Padre continuaba adelante por donde alguna enloquecida ráfaga de viento había penetrado entre los robles, arrastrando la nieve, desnudando la tierra y parcheando los troncos. A veces teníamos que abrirnos camino atravesando algún pequeño talud para no dar demasiados rodeos. El tejado de la casa de Pedersen surgió sobre los taludes a medida que nos acercábamos, hasta que alcanzamos a ver una esquina y la chimenea, muy negra bajo el sol, surgiendo de la brillante pendiente inclinada, como si fuera un puro apagado clavado en la nieve.

Yo pensé: se ha apagado el fuego, deben de estar congelados.

Padre se detuvo y señaló la chimenea con la cabeza.

Ves, dijo tristemente Hans.

Precisamente entonces vi cómo una nube de nieve flotaba sobre la cumbre de una loma y sentí que me escocían los ojos. Padre miró rápidamente al cielo, pero estaba despejado. Hans dio una patada contra el suelo, abatió la cabeza y dijo una palabrota en voz baja.

Bueno, dijo padre, parece que hemos hecho un viaje en balde. No hay nadie en casa.

Todos los Pedersen están muertos, dijo Hans, todavía con la mirada baja.

Cállate. Me di cuenta de que padre tenía los labios agrietados…, ahora era como un agujero seco, seco. Se le movió un músculo del mentón. Cállate, dijo.

Un jirón de nieve se desprendió repentinamente del extremo de la chimenea y desapareció. Yo permanecía lo más quieto posible dentro de los tubos de mis ropas, la nieve bailoteaba ante mis ojos, solo, asustado, ante el espacio que se estaba formando en mi interior, un yermo desnudo y cegador como el páramo exterior, ardientemente frío, erizado de olas, y deseaba hacerme un ovillo, meter la cabeza entre los muslos, pero sabía que, al helarse, las lágrimas me dejarían las pestañas pegadas. Me empezaron a gruñir las tripas.

¿Qué te pasa, Jorge?, dijo padre.

Nada. Solté una risita. Que tengo frío, supongo, dije. Eructé.

Joder, dijo Hans en voz alta.

Cierra el pico.

Metí la punta de la bota en la nieve. Quería sentarme y si hubiera podido encontrar algo sobre lo que hacerlo me habría sentado. Lo único que deseaba era irme a casa o sentarme. Hans había dejado de dar patadas contra el suelo y tenía la mirada fija en los árboles que habíamos cruzado al venir. Si hubiera alguien en casa, habría encendido el fuego.

Se sorbió la nariz y se la frotó con la manga.

Cualquiera lo habría hecho —¿no? Empezó a elevar el tono de voz. Cualquiera que estuviera en esa casa habría encendido el fuego. Los Pedersen probablemente están por ahí buscando al tonto del chico. Seguramente salieron a toda prisa sin preocuparse del fuego. Ahora estará apagado. Por la voz, parecía tener todo más claro. Si alguien hubiera venido mientras estaban fuera y hubiese entrado, lo primero de todo habría encendido fuego en algún sitio y habríamos visto el humo. Hace demasiado frío para no haberlo hecho.

Padre cogió la escopeta que había traído abierta sobre el brazo izquierdo y, lenta y deliberadamente, puso el cañón vertical. Cayeron dos cartuchos y se los metió en el bolsillo de la chaqueta.

Eso significa que no hay nadie en la casa. No hay humo, recalcó, y eso quiere decir que no hay nadie.

Hans suspiró. Bueno, refunfuñó desde lejos. Vámonos.

Yo quería sentarme. Aquí estaba el sofá, ahí la cama —la mía— blanca y mullida. Y las escaleras frías y llenas de ruidos. Y yo tenía el dolor de muelas frío y seco que siempre me daba en casa y la gélida tormenta de mi barriga y los ojos irritados. Sobre la masa estaba la huella del trasero del chico. Quería sentarme. Quería regresar a donde habíamos dejado atado a Simon y sentarme inmóvil en el trineo.

Sisisí, vamos, dije.

Padre sonrió, el muy canalla —el muy cabrón—, y eso que no sabía ni la mitad de lo que yo sabía ahora, con el corazón paralizado y las orejas ardiendo.

Por lo menos podríamos dejar una nota diciendo que Hans ha salvado a su chico. Me parece un detalle de buena vecindad. Y además hemos hecho un largo camino. ¿No?

¿Qué coño sabrás tú de buena vecindad?

De un salto hundió los cartuchos en la nieve y les dio puntapiés hasta incrustar uno en un talud, dejando solamente el casquillo a la vista. El otro se hundió en la nieve antes de romperse. La negra pólvora se extendió bajo sus pies.

Padre se echó a reír.

Vámonos, padre, tengo frío, dije. Mira, soy un cobarde. Ya lo sé. No me importa. Tengo mucho frío.

Deja de lloriquear, todos tenemos frío. Mira qué frío tiene Hans.

Claro, ¿tú no?

Hans estaba aplastando los granos negros.

Sí, dijo padre, haciendo una mueca. Un poco. Tengo un poco de frío. Se dio la vuelta. ¿Crees que sabrás volver?

Empecé a caminar y volvió a reírse, fuerte y desapaciblemente, maldita sea su estampa. Le odiaba. Joder, de qué manera. Pero ya no como a un padre. Como al espacio rutilante. De todas formas, nunca me había gustado el cabrón de Pedersen, dijo cuando nos pusimos en marcha. Pedersen es uno de esos que siempre se anda buscando problemas. Los va pidiendo. Que se las arregle él solo para buscar al chico. Ya sabe dónde vivimos. Puede que no sea de buenos vecinos, pero yo nunca lo he querido por vecino.

Sí, dijo Hans. Que se las arregle solo el muy cabrón.

No debería haber dejado al chico cruzar las cercas. ¿Por qué demonios tuvo que mandarnos al chico para que nos ocupáramos de él? Se estuvo buscando la nevada. Se la estuvo buscando. ¿Y estaba preparado? ¿Eh? ¿Lo estaba? ¿Contra la nieve? No hay quien esté prevenido ante una nevada.

El muy cabrón no hubiera venido a avisarte si hubiera sido yo quien se hubiera perdido, dije, pero no era consciente de lo que yo mismo decía; era algo que dije por decir. Vecino o no, dije, se lo ha buscado. Sentía cómo el trineo se deslizaba debajo de mí.

No sabe ni hacer la o con un canuto, dijo Hans.

Yo iba deprisa. No me importaba que me viera o no. Tenía la mirada puesta en los huecos que había entre los árboles. Estaba buscando el sitio donde habíamos dejado a Simon y el trineo. Creía que primero vería a Simon, quizá su aliento surgiendo tras un talud o junto al tronco de un árbol. Resbalé sobre un poco de nieve que el viento no se había llevado del camino que habíamos traído. Todavía llevaba la pistola en la mano derecha, así que perdí el equilibrio. Cuando adelanté una pierna para apoyarme, me hundí en el talud hasta el hombro entre los espinos del agracejo. Salté hacia atrás y me di un buen golpe. Hans y padre lo encontraron gracioso. Pero las piernas que tenía ante mí no me pertenecían. Me había disuelto en el aire ardiente. Era extraño. De la nieve que yo había removido con el pie surgía el casco de un caballo y no sentí el menor terror ni sorpresa alguna.

Parece un casco, dije.

Hans y padre estaban callados. Levanté la mirada hacia ellos, lejanos. Ahora nada. Tres hombres en la nieve. Una bufanda roja y unos mitones…, las brasas y el hielo…, la viva imagen de enero. Pero ¿y tras ellos sobre las colinas desiertas? Entonces se me ocurrió pensar: hasta aquí llegó a caballo. Contemplé el casco y la herradura, que no encajaban en la imagen. En enero no hay caballos muertos. Y sobre las colinas habría muchas huellas de trineos, árboles verdes y toboganes. Hasta aquí. O un lago helado lleno de bulliciosos patinadores. Tres hombres. Una mierda: uno. Un caballo muerto y una escopeta. Y muy claramente se me ocurrió una pregunta, como si una chica me hubiera gritado desde el calendario: ¿Es que no piensas levantarte y seguir andando? Quizá era la imagen de Navidad. El enorme tronco y la madera anaranjada sobre la que yo me tumbaba con mi pijama de franela. Acababa de recibir una pistola que mataba soldados. Y la pregunta era: ¿es que no me iba a levantar y seguir andando? Los zapatos de padre y los de Hans eran tan resistentes como las herraduras del caballo. ¿Estaban clavados? ¿Habrían robado los cuerpos? ¿Quién los habría dejado allí de pie? Y las galletas de Navidad con la forma del húmedo trasero del chico…, a lo mejor adornadas con una guinda para compensar la palidez de la masa…, un ascua del fogón. Pero yo no podía decir eso parece un casco o eso parece una herradura y seguir adelante, porque Hans y padre estaban tras de mí a la expectativa, con sus gorros de lana y dando palmadas con los mitones…, como una imagen de enero. Sonrientes. Yo estaba aprendiendo a patinar.

Parece que llegó a caballo hasta aquí.

Finalmente, padre dijo con voz ronca: ¿de qué estás hablando?

Dijiste que tenía un caballo.

¿De qué estás hablando?

De este caballo.

¿Es que nunca has visto una herradura de caballo?

Es el casco de un caballo, dijo Hans. Vamos.

¿De qué estás hablando?, volvió a decir padre.

Del hombre que asustó al chico de Pedersen. Del hombre que vio.

Tonterías, dijo padre. Es uno de los caballos de Pedersen. Reconozco la herradura…

Es verdad, dijo Hans.

Pedersen sólo tiene un caballo.

Y es éste, dijo Hans.

Este caballo es castaño, ¿no?

El caballo de Pedersen tiene las patas traseras castañas. Lo recuerdo, dijo Hans.

Es negro.

Tiene las patas traseras castañas.

Empecé a apartar la nieve. Yo sabía que el caballo de Pedersen era negro.

Qué coño, dijo Hans. Vámonos. Hace demasiado frío para estar aquí discutiendo sobre el color del maldito caballo de Pedersen.

El caballo de Pedersen es negro. No tiene ninguno castaño.

Hans se volvió furioso hacia padre. Has dicho que reconocías la herradura.

Eso creía. Pero no.

Yo seguía quitando la nieve. Hans se inclinó y me apartó. El caballo era blanco allí donde la nieve se le adhería al pelaje.

Es castaño, Hans. El caballo de Pedersen es negro. Éste es castaño.

Hans continuó empujándome. Vete al carajo, decía una y otra vez con una voz muy rara.

Sabías muy bien que no era el caballo de Pedersen.

Parecía una canción. Me levanté con cuidado, quitando el seguro. Cuando el invierno estuviera más avanzado a lo mejor alguien encontraría sus zapatos surgiendo de la nieve. Me parecía que ya le había dado un tiro a Hans. Yo sabía dónde tenía la escopeta —debajo de aquellas revistas, en su cajón— y aunque nunca antes me hubiera parado a pensarlo, todo bailaba ante mis ojos con tanta naturalidad que debió haber sucedido así. Naturalmente, yo mataba a todos —a padre en la cama, a madre en la cocina, a Hans al volver de hacer su trabajo. Muertos no serían tan diferentes, sólo que no serían tan vulgares.

Jorge, vamos —ten cuidado con eso, Jorge. Jorge.

Se le había caído la escopeta sobre la nieve. Tenía ambas manos extendidas hacia delante. Luego yo recorrería toda la casa, habitación tras habitación.

Eres amarillo, Hans.

Retrocedía lentamente, protegiéndose con los brazos — retrocedía — retrocedía —

Jorge…, Jorge…, eh, cuidado… Jorge… Parecía una canción.

Después yo vería sus revistas con la polla en la mano, cachondo de la cabeza a los pies.

Ya te he matado, amarillo Hans. Ya no puedes gritar ni darme empujones ni putearme en el establo.

Eh, espera, Jorge —escucha—. ¿Qué? Jorge…, espera… Parecía una canción.

Luego solamente el viento y el fogón bien caliente. Temblando, me puse de puntillas. Padre se me acercó y moví la pistola para apuntarlo. Continué moviéndola de un lado para otro… Hans y padre… Padre y Hans. Se acabó. La nieve se amontonaría en los ángulos de las ventanas. En primavera yo cagaría con la puerta abierta para ver los grajos.

No seas imbécil, Jorge, dijo padre. Ya sé que tienes frío. Nos iremos a casa.

… amarillo, amarillo, amarillo, amarillo… Como una canción.

Pero Jorge, yo no soy amarillo, dijo padre, sonriendo amistosamente.

Os he pegado un tiro a cada uno.

No seas imbécil.

He pegado un tiro a toda la casa. A ti también.

Qué raro no haberlo notado.

No se siente nunca, ¿no? ¿Acaso los conejos lo notan?

Joder, se ha vuelto loco, Mag, está loco—

Yo no quería. Yo no lo escondía nunca, como hacías tú, dije. Nunca lo creí.

Yo no soy amarillo, pero tú sí lo eres; tú me has hecho venir, pero los amarillos sois vosotros. Siempre habéis sido amarillos.

Lo único que te pasa es que tienes frío.

Que tenga frío o se haya vuelto loco, da igual, joder.

Sólo tiene frío.

Entonces padre me quitó la pistola y se la metió en el bolsillo. La escopeta le colgaba del brazo izquierdo, pero me dio una bofetada y me mordí la lengua. Padre escupió. Me di la vuelta y eché a correr por el camino que habíamos traído, con una mano sobre la mejilla para mitigar el dolor.

Mocoso de mierda, gritó Hans a mis espaldas.

3

Padre regresó al trineo donde yo estaba agazapado bajo la manta y sacó una pala de la parte trasera.

¿Estás mejor?

Un poco.

¿Por qué no tomas un poco de café?

Ya se habrá enfriado. Además, no tengo ganas.

¿Y unos emparedados?

No tengo hambre. No quiero nada.

Padre se dio la vuelta con la pala.

¿Qué vas a hacer con eso?, dije.

Un túnel, dijo, y tras rodear el talud se perdió de vista, el sol lanzando destellos sobre la pala.

Casi le llamé para que volviera, pero recordé la expresión de su cara y no lo hice. Simon piafó. Me arrebujé todavía más en la manta. No lo creí. Sólo me lo había creído un segundo, cuando lo dijo. Era una broma. Y yo tenía demasiado frío para andarme con bromas. ¿Para qué querría la pala? No serviría de nada que sacaran el caballo. Ya se veía que no era el de Pedersen.

Pobre Simon. Estaba mejor que ellos. Nos habían abandonado en medio del frío.

A padre se le había olvidado que llevaba una pala en el trineo. Podría haberla usado yo cuando estuve buscando la botella. Aquello también había sido una broma. Padre habría estado pensando qué gracia tiene Jorge, venga a dar patadas a la nieve; voy a esperar un poco a ver si se acuerda de la pala. Tendría gracia que se le olvidara a Jorge, pensaría, allí sentado, bien tapado con la manta, estirando el cuello de un lado para otro como una gallina. Cuando volviéramos a casa lo iban a contar tantas veces que acabaría por ponerme malo. Agaché la cabeza y cerré los ojos. Muy bien. No me importaba. Con tal de entrar en calor, lo aguantaría. Pero no podía ser. A padre también se le debió olvidar la pala, como a mí. Daría algo por la botella. Ahora no había ni una gota. Tenía mucho más frío con los ojos cerrados. Intenté pensar en la ropa interior y en las chicas de las fotos. Sentí un calambre en la nuca.

¿Entonces de quién es el caballo?

Decidí seguir un poco más con los ojos cerrados para ver si lo conseguía. Luego lo dejé. Dentro de los ojos tenía un hilo de luz. Brillaba más que la nieve y era igual de blanco. Los abrí y me estiré. Me mareaba con la cabeza baja. Todo estaba borroso. Había muchas líneas azules que se movían.

¿Acaso conocían el caballo? Puede que fuera de Carlson o incluso de Schmidt. Puede que el de los guantes amarillos fuera Carlson o Schmidt y que el chico, al volver inesperadamente del establo sin saber que había llegado Carlson, lo viera en la cocina con una escopeta en la mano, igual que habría estado Schmidt, y que entonces el chico se asustase y saliera corriendo porque no lo había entendido y había estado nevando mucho, y cómo habría llegado Schmidt hasta allí, o Carlson, si es que se trataba de uno de los dos, así que el chico se asustó y salió corriendo y llegó hasta nuestro pesebre, donde la nieve se apiló a su alrededor y Hans lo encontraría por la mañana.

Y nosotros habíamos sido unos perfectos idiotas. Sobre todo Hans. Sentí un escalofrío. El frío se me había metido en las tripas. El sol se había acercado al oeste. A su alrededor el cielo estaba cubierto de neblina. Las zonas bajas de los taludes se estaban volviendo azules.

No se habría asustado tanto. ¿Para qué iban a haber salido Carlson o Schmidt con semejante ventisca? Si alguien se hubiera puesto enfermo quedaba más cerca el pueblo que Pedersen o nosotros. Con este tiempo era un trecho demasiado largo. Además, no se habrían dejado sorprender. Pero si el caballo era robado, ¿a quién se lo podrían robar sino a Carlson o a Schmidt o quizá a Hansen?

Va al establo antes de la nevada, posiblemente por la noche, y entiende de caballos. Lo saca engañado con avena o con heno. Sale huyendo. Empieza la ventisca. Se sujeta con fuerza al caballo, inclinado contra el viento, cuidando de no tropezar con las cercas, buscando huellas, un camino. Llega hasta el bosquecillo. Puede que no lo conociera. El caballo se engancha en los espinos, se encabrita, cae con las patas dobladas; o le derriba la rama baja de un roble sobre un montón de nieve; o puede que el caballo se encabritara al clavársele los espinos. El caballo se aparta un poco, no demasiado. Después se detiene —muerto. Y él —él se queda perplejo, abrasado por el viento, consumido como una piedra arrastrada por un torrente. Está cansado y muerto de frío con tanta nieve. El viento aúlla. Está ciego. Tiene hambre, frío y miedo. La nieve le azota el rostro, agotándolo poco a poco. De pie, quieto, solo, el viento la arrastra a su alrededor. Luego la nieve lo oculta. El viento lo cubre con una dura capa de nieve. Solamente se le podría encontrar si se deshiciera el talud con una pala, o si lloviera, allí tumbado junto al caballo.

Tiré de la manta y bajé de un salto y salí corriendo por el sendero que habíamos hecho entre los árboles y los taludes, resbalándome, haciendo sesgos, intentando desentumecerme, pero siempre con la cabeza levantada, mirando cautelosamente hacía delante.

No estaban donde el caballo. Junto al sendero yacían un casco y parte de la pata que yo había dejado al descubierto, como si no fueran parte de nada. Al verlos así, como si el vendaval los hubiera hecho caer de un árbol, me asusté. Ahora corría un poco de brisa y me di cuenta de que tenía hinchada la lengua. Las huellas de Hans y padre continuaban —hacia el establo de Pedersen. Ya se me había pasado la emoción. Me acordé de que había dejado la manta sobre el asiento en lugar de haber tapado a Simon. Pensé regresar. Padre había dicho que un túnel. Tenía que ser una broma. Pero ¿qué hacían con la pala? A lo mejor se lo habían encontrado junto al establo. ¿Y si en realidad se tratase de Schmidt o de Carlson? Pensé cuál preferiría yo que fuera. Seguí las huellas de padre con más lentitud. Ahora caminaba inclinado. El tejado del establo de Pedersen se agrandó; la neblina se había espesado; nubecillas de nieve surgían aquí y allá de las cimas de los taludes, como si los hubiesen pellizcado, y se alejaban flotando vaporosamente.

Estaban haciendo un túnel. No me oyeron llegar. Era verdad que estaban haciendo un túnel.

Hans estaba horadando el talud grande. Iba desde el bosquecillo hasta el establo, haciendo una amplia curva. Llegaba hasta la parte más baja del tejado y trepaba por él como si debajo no hubiera un establo. Parecía que se había concentrado allí toda la nieve del invierno. Si el talud no hubiera terminado en el bosquecillo habría sido estupendo para montar en trineo. Se podría subir por una escalera hasta el borde del tejado y dejarse caer desde allí. La superficie parecía bastante dura.

Hans y padre habían hecho un agujero como de tres metros en el talud. Hans cavaba y padre hacía pequeños montones tras él con lo que sacaba Hans. Calculé que hasta el establo habría unos treinta metros. Si hubiéramos estado en casa y no hiciera tanto frío, habría sido divertido. Pero llevaría un día entero. Eran idiotas.

He estado pensando, empecé, y Hans se detuvo en el interior del túnel, dejando en el aire la pala llena de nieve.

Padre ni se volvió ni se detuvo.

Puedes ayudarnos a cavar, dijo.

He estado pensando, dije, y Hans dejó caer la pala, esparciendo la nieve, y salió. He estado pensando, dije, que estáis haciendo el túnel donde no es.

Hans me señaló con la pala. Empieza a cavar.

Nos hace falta algo para sacar la nieve, dijo padre. Va habiendo demasiada distancia.

Padre dio una patada a la nieve y sacudió los brazos. Estaba sudando y Hans también. Era una tontería tremenda.

Ya os he dicho que estáis cavando donde no es.

Díselo a Hans. Es idea suya. Es un gran zapador.

Pues tú dijiste que era una buena idea, dijo Hans.

¿Yo?

Bueno, dije, no creo que vayáis a encontrarlo ahí dentro.

Padre rió entre dientes. Tampoco va a encontrarnos él.

Si está donde yo creo, no va a encontrar a nadie.

Ah, claro —crees. Hans se acercó. ¿Dónde?

Donde acabó. La verdad es que no me importaba lo que hiciera Hans. Podía acercarse todo lo que quisiera. Bajo la nieve al lado del caballo.

Hans fue a decir algo, pero padre se mordió un labio y movió la cabeza.

Probablemente Schmidt o Carlson, dije.

Una mierda, nada de Schmidt o Carlson, dijo padre.

Claro que no, dijo Hans.

Hans vació la pala, furioso, y se acercó a mí llevándola como si fuera un hacha.

Hans ha estado trabajando como una mula, dijo padre.

Nunca acabarás.

No.

Es demasiado alto.

Claro.

Entonces, ¿por qué lo estáis haciendo aquí?

Por Hans. Porque quiere Hans.

Pero ¿por qué razón, coño?

Para poder llegar al establo sin que nos vea.

¿Y por qué no vais dando la vuelta por detrás del talud?

Por Hans.       Hans dice que no.       Hans dice que desde una ventana de arriba nos puede ver al otro lado del talud.

Qué coño.

Tiene un rifle.

Pero ¿cómo sabéis que está arriba?

No lo sabemos. Ni siquiera sabemos si está aquí. Pero está el caballo.

Está donde os he dicho.

No. Eso es lo que tú quisieras. Y Hans también, ¿no? Pero no lo está. ¿Qué fue lo que entonces vio el chico —un fantasma?

Me metí en el túnel y fui hasta el final. Todo parecía azul. El aire estaba frío y húmedo. Podría haber sido divertido, la nieve sobre mi cabeza, dura y granulosa, la emoción del túnel, jugar. El aspecto de una mina, todos los sonidos apagados, las marcas de la pala sobre la nieve. Claro que sabía cómo se sentía Hans. Habría sido maravilloso hacer una madriguera, desaparecer bajo la nieve, dormir al amparo del viento entre sábanas suaves, sentirse a salvo. Retrocedí. Fuimos a por Hans para volver a casa. Padre, sonriente, me dio la pistola.

Oímos cómo la pala cortaba la corteza de la nieve y cómo resoplaba Hans. Usaba la pala como si fuera una horca. Había cortado la nieve formando terrones alrededor del caballo. Gruñía al clavar la pala. Luego empezó a golpear con la pala contra la nieve, aplastándola y perforando la superficie con el borde de la hoja.

Hans. No sirve para nada, dijo padre.

Pero Hans continuó dando golpes con la pala, sacando y aplastando la nieve, dando golpes aquí y allí, como si estuviera intentando matar una serpiente.

Estás perdiendo el tiempo. No sirve para nada, Hans. Jorge no tenía razón. No está donde el caballo.

Pero Hans seguía cada vez más deprisa.

Hans. Padre tuvo que decirlo en tono áspero y seco.

La pala horadó la nieve. Golpeó contra una piedra y resonó. Hans se puso de rodillas y empezó a sacar nieve con las manos. Se detuvo al ver la piedra.

TERCERA PARTE

1

La yegua de Pedersen estaba en el establo. Padre la tranquilizó. Le acarició los ijares con la mano. Apoyó la cabeza contra el pescuezo y le susurró algo al oído. La yegua se sacudió y relinchó. Hans abrió la puerta una rendija y atisbo hacia el exterior.

Hizo un gesto a padre para que hiciera callar a la yegua, pero padre estaba donde el pesebre. Pregunté a Hans si había visto algo y Hans movió la cabeza. Advertí a padre que había un cubo. Había apaciguado a la yegua. En el cubo había algo que parecían esponjas. Si eran esponjas, estaban endurecidas. Hans se apartó de la puerta y se frotó los ojos. Se apoyó en la pared.

Entonces padre fue a mirar por la rendija.

No parece que haya nadie en la casa.

Hans tenía hipo. Soltaba palabrotas entre dientes e hipaba.

Padre gruñó.

Ahora la yegua estaba tranquila y nosotros respirábamos con precaución, y si se hubiera levantado el viento no lo habríamos podido oír ni tampoco si hubiera arrastrado nieve. En el establo hacía menos frío y la poca luz que había estaba suavizada por el heno y la madera. Estábamos resguardados del sol y era agradable dejar descansar la vista sobre los aperos y el cuero en reposo. Como Hans, me apoyé en la pared y me puse la pistola en el cinto. Tener la mano libre me produjo una sensación agradable. La cara me ardía y me sentía soñoliento. Podía hacer un hueco entre el heno. Aunque hubiera ratas, me dormiría. Todo en el establo estaba en calma. De las paredes colgaban aperos y arreos y sobre el suelo descansaban cubos, sacos y arpilleras. Bajo la paja y el heno nada se movía. La yegua estaba tranquila. Y Hans y yo descansábamos apoyados en la pared, Hans aspirando bocanadas de aire y reteniéndolo, y esperábamos a padre, que no hacía ningún ruido. Solamente el rayo de sol que se le colaba entre las piernas extendiéndose sobre el suelo y trepando, peligrosamente blanco, por el cubo, parecía tener vida.

No lo parece, dijo padre por fin. Aunque nunca se puede saber.

Quién va a ir, pensé. No está lejos. Entonces todo habrá terminado. Sólo hay que cruzar el corral. No está más lejos que el camino del otro lado del talud. Sólo nos miran las ventanas. Si ha estado aquí, ya se ha ido y ahí fuera no hay ningún peligro.

Se ha ido.

A lo mejor, Jorge. Pero si vino montando el caballo castaño con que has tropezado, ¿cómo es que no se llevó la yegua de Pedersen cuando se marchó?

Dios, susurró Hans. Está aquí.

Podría estar en el establo. Nunca lo distinguiríamos.

Hans hipó. Padre se rió débilmente.

Vete al cuerno, dijo Hans.

Creía que se te iba a pasar el hipo.

Déjame mirar, dije.

Debe de haberse marchado, pensé. No está muy lejos.

Debe de haberse marchado. Nunca vino. No está muy lejos, pero ¿quién va a ir?       Entrecerrando los ojos, distinguí la casa con gran esfuerzo. La parte más próxima, el comedor, daba hacia donde estábamos nosotros. El porche quedaba a la izquierda y estaba más lejos. Se podía ir hasta la pared más cercana y bordearla por debajo de las ventanas. Él podría verte desde la ventana del porche. Pero se había marchado. Pero para averiguarlo, yo no quería cruzar el breve espacio nevado a merced del viento.

Ojalá se callara Hans. Yo estaba calculando la distancia. Aparte de eso, me encontraba a gusto apoyando la espalda en la pared. Se produjo un largo silencio mientras Hans contenía la respiración y luego permanecimos a la expectativa.

El viento se arremolinaba alrededor del muñeco de nieve. Ahora había unas largas sombras azuladas junto al muñeco. Por el este, el cielo estaba despejado. La nieve tapizaba levemente el porche detrás del muñeco. De la boca de la bomba colgaba un carámbano. No se veían huellas por ninguna parte. Pregunté habéis visto el muñeco de nieve y oí refunfuñar a padre. La nieve llegaba hasta la cintura del muñeco. El viento le había arrancado los ojos de la cara. Una chimenea silenciosa era una casa vacía.

Ahí no hay nadie, dije. A Hans volvió a darle el hipo, así que salí corriendo.

Llegué corriendo hasta la pared del comedor y me dejé caer contra ella. Ahora vi que por el oeste había nubes en el cielo. Se estaba levantando viento. Hans y padre podían venir. Yo daría la vuelta a la esquina pegado a la pared. Allí estaba el porche. El solitario muñeco de nieve estaba junto a él.

Vale, grité, caminando sin precipitación.

Padre se acercó precavidamente desde el establo con la escopeta entre los brazos. Andaba despacio para hacerse el valiente, pero yo estaba de pie a pecho descubierto y sonreí.

Padre se sentó abrazándose las rodillas cuando yo oí el rifle y Hans dio un grito. La escopeta de padre se quedó apuntando hacia arriba. Retrocedí hasta la casa. Dios mío, pensé. Es de verdad.

Necesito echar un trago.

Yo estaba sujetando la casa. La nieve había sido arrastrada contra ella.

Necesito un trago. Me hizo un gesto con la mano.

Cállate.       Cállate.       Moví la cabeza.       Cállate. Cállate y muere, pensé.

Necesito un trago, tengo la garganta seca, dijo padre.

Padre se estremeció cuando se volvió a oír el rifle. Parecía extender las manos hacia mí. Los dedos me resbalaron sobre los tablones. Intenté clavarlos en ellos, pero me resbalaba la espalda. Cerré los ojos desesperado. Yo sabía que iba a volver a oír el rifle a pesar de que los conejos no los oyen. Había llegado silenciosamente.       Me resbaló la espalda.       De todas formas es difícil dar a un conejo con esa manera que tienen de saltar. Pero los chacales se quedan sentados, como padre.       Sentí cómo los copos de nieve se me deshacían sobre la cara al caer sobre ella. Dios mío, me iba a pegar un tiro.       ¿Por qué padre había inclinado la cabeza? No mires.       Sentía cómo los copos de nieve me caían suavemente en la cara y se deshacían. El resplandor me hacía daño, tenía que entrecerrar los ojos. La cicatriz de la cara de padre debe de estar terriblemente seca. No mires.       Sí…, se estaba levantando viento…, los copos caían con más rapidez.

2

Cuando tenía tanto frío que ya me daba igual, me arrastré hasta el lado meridional de la casa y rompí el cristal de una ventana con la pistola que había olvidado tener y me descolgué hasta el sótano desgarrándome la chaqueta con el cristal. Me dolían los tobillos, así que me acurruqué entre los huecos oscuros que había entre las cajas enmohecidas. Inmediatamente me quedé dormido.

Creía haberme despertado enseguida aunque la luz que entraba por la ventana era rojiza. Los metió en el sótano, recordé. Pero me quedé donde estaba, sintiendo tanto frío que tenía la impresión de haberme separado de mí mismo y me pregunté si no habría sido todo más que un truco para meterme en el sótano como compensación por habérsele escapado el chico. Bueno, él actuaba tan repentinamente. El chico de Pedersen —a lo mejor había sido una advertencia. No: Me gustaba más la idea de que hubiera habido un intercambio de prisioneros. Volvía a encontrarme en terreno conocido. No era como si me hubieran hecho un regalo. Un territorio nuevo y desierto. Mientras veníamos, no había dejado de sentir que escapaba de mí mismo, impelido quizá por el frío. De todas formas me sentía extraño, tenía los ojos abrasados y la mirada borrosa, estaba hecho trizas. Bueno, él actuaba con tanta rapidez y silencio. El conejo simplemente tropezó. Los tomates nada sienten al congelarse. Pensé en la suavidad del túnel, la huella de la pala sobre la nieve. Supongo que la nieve tendría una profundidad de unos treinta metros. Profunda, profunda. Una cueva azulada, de tono cada vez más oscuro su color azul. Y luego túneles que saldrían de ella como ramas de árboles y habitaciones agradables. ¿Estaríamos ya en febrero? Recordaba una película en la que los meses salían volando de un calendario como si fueran hojas. Unas chicas con llamativos esquijamas encarnados se perdían en la distancia sobre sus esquíes. El silencio del túnel. Más y más adentro. Escaleras. Unas escaleras anchas y empinadas. Y balcones. Ventanas de hielo y una dulce luz verdosa. Ah. Todavía habría nieve en febrero. Salgo del establo. Las cuchillas silbando. Me inclino peligrosamente, pero aun así continúo deslizándome. Ahora hasta el camino, el ligero camino nevado, y el chico de Pedersen flotando boca abajo. Ahora estarían todos hundidos en la nieve, ¿no? Bueno, más o menos, ¿no? El chico, por haber matado a su familia.       Pero ¿y yo?       Se iba a congelar.       Pero yo lo dejaría atrás, eso era lo bueno, ya estaba en camino. Sí. Qué raro. Me había convertido en algo que yo palpaba buscando heridas, como rozaduras en el cuero desgastado, como si se tratase de encontrar moho y herrín en los tablones y los clavos, pero era difícil hacerlo y se me habían entumecido los dedos dentro de los guantes y tenía las puntas doloridas. Tenía mocos. Muy interesante. Curioso. Sentía calambres en una pierna y seguramente era eso lo que me había hecho despertar. Como en la distancia, sentí los puntos blandos de mis hombros dentro de la chaqueta, la gruesa línea del gorro enmarcándome la frente y sobre el suelo duro mis todavía más duros pies y contra el pecho las rodillas dobladas. Los sentía, pero los sentía de forma distinta…, como la presión de un cerrojo a través del acero o la cincha de un arreo de cuero o la presión de la madera contra la madera en el entarimado del suelo…, como una torsión o un pinzamiento, como el doloroso ceder de unas poleas muy tensas o como diques rebosantes en los manantiales del crudo invierno.

No alcanzaba a ver la caldera, pero se había apagado. Sabía que las brasas estaban frías. Un arco iris se reflejaba en la ventana rota proyectando un dibujo de colores sobre el suelo. Una vez entró el viento y apareció un copo de nieve. La escalera se adentraba en la oscuridad. Si apareciera un rayo de luz escaleras abajo, supuse que tendría que disparar. Busqué la pistola. Entonces divisé el sótano donde guardan la fruta y la puerta cerrada tras la que se encontraban los Pedersen.

¿Estarían muertos ya? Lo estaban todos menos yo. Más o menos. Hans no lo estaba en realidad, a no ser que el tipo lo hubiera encontrado, dando gritos mientras corría. Hans había huido como un cobarde. Lo sabía. Sería mejor que estuviera vivo y la nieve acabase con él. Yo no tenía sus revistas, pero recordaba cómo eran, tan gordas metidas en el sostén.

La puerta de madera tenía una tranca también de madera. Descorrí la tranca con facilidad, pero la puerta estaba encajada. No tenía por qué haberse atorado, pero estaba atrancada —atrancada por la parte superior. Intenté ver qué era lo que había en la parte de arriba poniéndome de puntillas, pero no podía flexionar los dedos de los pies y me caía hacia un lado. No tiene por qué atrancarse, pensé. No hay ninguna razón. Volví a tirar con mucha fuerza. Al abrirse cayó una astilla. Una cuña. ¿Para qué? Tenía una tranca.       En aquella parte todavía hacía más frío y el aire estaba impregnado de olor a tierra húmeda.

A lo mejor estaban encogidos como cuando el chico se desvaneció. Puede que tuvieran las ropas congeladas y el pelo endurecido. ¿De qué color tendrían la nariz? ¿Me atrevería a pellizcárselas? Bueno. Si la vieja estaba muerta, le echaría un vistazo al coño.       No estaba Hans para darles friegas. Hans había salido huyendo. La nieve le pillaría. Aquí abajo no había agua caliente ni fogón.       Había que tomar precauciones antes de hacer una cosa así. Pensé en cómo se habían endurecido las esponjas del cubo.

Volví a meterme entre las cajas y me puse a observar las escaleras. Bajo la luz del sol la astilla era anaranjada. Me habría oído romper el cristal o cuando cedió la puerta o cuando cayó la cuña. Él estaba esperando detrás de la puerta en la parte superior de la escalera. Lo único que yo tenía que hacer era subir. Estaba al acecho. Desde el principio. Estaba al acecho mientras permanecimos en el establo. Estaba al acecho cuando padre salió con la escopeta entre los brazos. No corría riesgos y esperaba.

Yo sabía que yo no sabía esperar. Yo sabía que tendría que volver a salir. Allí también me estaría acechando. Me sentaría lentamente sobre la nieve, como padre. Sería una lástima, especialmente después de todo lo que yo había tenido que soportar, porque estaba a punto de sucederme algo maravilloso, lo sentía agitarse extrañamente en mi interior, en esa parte de mi cuerpo que echaba a volar y que desde lo alto observaba el montón formado por mis rígidas ropas. Oh, lo que había olvidado padre. Podríamos haber utilizado la pala. Yo habría encontrado la botella. Con ella nos hubiéramos vuelto a casa. Yo me habría recuperado junto al fuego. Habría vuelto a entrar en calor junto a él. Pero al pensar en ello, dejó de apetecerme. Yo ya no quería volver a ser de aquella forma. No. Me alegré de que se le hubiera olvidado la pala. Pero él estaba…, estaba al acecho.       Padre siempre decía que él sí sabía esperar; que Pedersen no sabía. Pero padre y yo, no sabíamos —solamente Hans se quedó atrás cuando salimos, cuando quien sí sabía esperar estaba al acecho. Él sabía que yo no sabía esperar. Él sabía que me congelaría.

Puede que los Pedersen sólo estuvieran dormidos.       Tenía que asegurarme de que el viejo no me estuviera mirando. Qué cosas. Padre simulaba dormir. ¿Podría simular también la muerte? Ella no era gran cosa. Gorda. Canosa. Pero un coño es un coño. Palideció la luz que entraba por la ventana. El cielo que alcanzaba a ver parecía cubierto de humo. Los trozos del cristal roto ya no brillaban. Oía el viento. La nieve aumentó junto a la ventana. De una viga colgaba una telaraña como una red de cristal. Uno tras otro los copos caían hacia dentro y luego se desvanecían. Con desesperación conté: tres, once, veinticinco. Uno centelleó a mi lado.       Quizá los Pedersen sólo estuvieran dormidos. De nuevo me acerqué a la puerta y miré hacia el interior. Las hileras de vasos y botellas reflejaban algo de luz. Palpé el piso con el pie. De repente pensé en serpientes. Seguí arrastrando el pie. Llegué hasta los rincones, pero el suelo estaba vacío. La verdad es que fue un alivio. Volví a esconderme entre las cajas. Ahora soplaba el viento, arrastrando la nieve, y los cristales brillaban en lugares inesperados. Las mortecinas cabezas de los clavos de la tapa de un barril tenían un fulgor blanquecino. Oh, por amor de Dios.       Dentro de la casa, sobre mi cabeza, escuché el ruido de una puerta al cerrarse de golpe. Se había cansado de esperar. El chico tiene que congelarse por haber matado a su familia.

La escalera no tenía barandilla y era empinada. Parecía colgar del aire. Gracias a Dios, los peldaños eran firmes y no crujían. La oscuridad se cerró bajo mis pies. El terror de la altura. Pero yo simplemente ascendía con el trineo bajo el brazo. Un minuto más tarde saldría disparado desde el alero sobre el empinado talud, dejando a mis espaldas una polvareda de nieve. Me aferraba a la escalera, estirado. Si cayera al vacío, flotaría como una estrella negra. No es el calendario de marzo. A lo mejor me encontraban en la primavera colgando de esta escalera como el capullo de un gusano en hibernación. Ascendí lentamente y empujé la puerta. El papel de la cocina tenía macetas, grandes y verdes. De cada una de ellas, surgía una gran flor roja. Empecé a reírme. Me gustaba el papel. Me encantaba; era mío; pasé el dedo sobre las macetas verdes y sobre el borde de las enormes flores que brotaban de ellas mientras reía. A la izquierda de la puerta, en la parte alta de la escalera, había una ventana que daba sobre el porche trasero. Vi cómo el viento arrastraba la nieve hacia el muñeco. El cielo estaba cubierto en toda su extensión por una luz plomiza y la nieve tenía aspecto ceniciento. Sobre el porche había huellas profundas y precisas.

Estaba a punto de celebrarlo, pero me acordé a tiempo y rápidamente me escondí en un armario, acurrucándome entre las escobas, tapándome los ojos con los brazos. En la parte inferior de una colina alargada había una manada de ovejas. Había sido mi dibujo favorito de un libro que tenía a los ocho años. No había personas.

Me había puesto furioso y a padre le había dado risa. Lo tenía desde mi cumpleaños en primavera. Luego lo escondió. Era cuando teníamos el retrete en la parte de atrás. Dios, qué frío hacía allí, tan negro por abajo. Lo encontré en el retrete, desgajado y con las hojas por el suelo helado y encharcado. Y vi cómo flotaban unas ovejas llenas de rizos dentro del agujero. Hasta había hielo. Me lo habían quitado y yo me puse a revolcarme y a dar patadas. Padre se partía de risa. Sólo conseguí salvar a un chico gordo y mofletudo que no me gustaba. La vaca estaba rasgada. Madre dijo que algún día tendría otro igual. Durante algún tiempo, aunque se hubiera amontonado la nieve, estuviera el cielo cubierto y soplara el viento, todos los días esperaba que volviera mi tía y me trajera un libro como madre había dicho que sucedería. Nunca vino.

Y yo casi ya tenía las revistas de Hans.

Pero él podría regresar. Aunque no me perseguiría hasta mi casa, no, ahora no.       Dios santo, el calendario estaba nuevo, se percibían las líneas con claridad, los colores eran brillantes y alegres y sobre el hielo había ochos y labios rojos que cantaban y la nieve me pertenecía así como el cielo, hermoso y deslumbrante, fieramente azul.       Pero él era capaz. Era rápido.

Si no hiciera tanto frío, no sabría qué pensar, pero no había tanta humedad como entre las cajas y olía a jabón. En la cocina había luz. Entraba por la rendija que había dejado abierta en la puerta del armario para sentirme más tranquilo. Pero la luz se estaba debilitando. A través de la rendija se veía el fregadero, ahora lechoso: los copos comenzaron a resbalar desde el cielo y a rozarse contra el cristal antes de volver a ser atrapados por el viento y salir de nuevo volando. No se veían en la luz grisácea. Entonces —de repente— surgían de ella como pajas desprendidas del trigo y barrían la ventana al arremolinarse el viento. Se agitaba una cosa negra. Estaba entre la nieve gris. Dio un salto y luego desapareció. El gorro negro de lana, pensé. Al salir tropecé con un cubo, y cuando corría apresuradamente hacia la ventana, me falló la pierna izquierda y me di un golpe contra el fregadero. La luz era más débil. La nevada se hacía más intensa. Mi nieve. Casi estaba nivelando el terreno. Con cada ráfaga ascendía. Después, cuando en un momento de calma descendió la nieve y hubo luz suficiente para ver cómo crecían las sombras del talud, vi su espalda sobre un caballo. Vi cómo agitaba la cola. Y la nieve regresó. Revuelo de cortinas blancas. Se había marchado.

3

Una vez, cuando sobre el camino se formaban remolinos de polvo y los campos estaban cubiertos de trigo alto y espeso, y las hojas de todos los árboles estaban grises y abarquilladas y lacias, me adentré en el prado, donde los dientes de león habían empezado a formar semillas y las tierras bajas estaban agrietadas, agarrando una escoba que era mi escopeta, y estuve azuzando entre las varas de oro a los saltamontes que huían en bandadas como si fueran codornices y los mataba a tiros. El viento cálido y la maleza olían a trigo. La boca me sabía a polvo y la casa y el establo y todos los cubos me hacían daño en los ojos cuando los miraba. Sobre la escoba cabalgaba entre las rocas parduzcas. Divisé a Simon, el caballo, bajo la sombra de un árbol. Cabalgando sobre la escoba entre la hierba dorada del prado y formando con el puño la culata de una pistola, disparé contra el indio que montaba a Simon. Cabalgaba a través de la llanura reseca. Me adentré en el riachuelo seco. Tras de mí dejé una nube de polvo. Iba deprisa y gritaba. El tractor era de un brillante color naranja. Relucía. El polvo se arremolinaba tras él. Oculto en el riachuelo, aceché su llegada. Esperaba mientras hacía una curva aproximándose hacia donde yo me encontraba. Estaba al acecho. Tenía los ojos casi cerrados. Salté dando un grito y me lancé a caballo sobre la reseca llanura. Mi caballo tenía la cola dorada. El polvo se arremolinaba a mi espalda. Padre estaba en el tractor con un sombrero de anchas alas. Haciendo con el puño una pistola, con su culata y su cañón, a toda velocidad, le disparé. Padre detenía el tractor, se apeaba e íbamos andando hasta el arbolillo donde se encontraba Simon con la cabeza inclinada. Nos sentábamos bajo el árbol y padre sacaba una botella de agua de entre las raíces y bebíamos. Hacía gárgaras antes de tragársela. Limpiaba la boca y me la pasaba. Yo echaba un trago como si estuviera bebiendo algo más fuerte y se la devolvía. Padre echaba otro trago y suspiraba y se levantaba. Luego decía: ¿has echado de comer a las gallinas como te he dicho?; y yo decía que sí, y entonces él decía: ¿qué tal va la caza?; y yo decía: bastante bien. Él asentía con la cabeza como si estuviera de acuerdo y daba a Simon una palmada en las ancas y se iba, pero siempre me decía que no estuviera demasiado rato jugando al sol. Me quedaba mirando cómo se marchaba por el riachuelo, abanicándose la cara con el sombrero antes de volver a ponérselo. Entonces yo daba a la botella un trago en secreto y me secaba los labios y la boca de la botella. Después me iba y dejaba que las ambrosías me rascasen las rodillas y luego, a veces, me iba a casa.

Había empezado a notarse el calor del fuego. Me froté las manos. Me comí una galleta rancia.

Padre se había llevado la carreta al pueblo. Brillaba el sol. Padre había ido a la estación a recoger a Hans. Había nieve, pero también barro, y los campos volvían a estar verdes. El barro se adhería a las ruedas de la carreta. A veces el aire era fragante y con la marcha del invierno el riachuelo se había llenado de agua. A través de una rendija de la puerta del retrete vi la carreta camino de la estación. A los once años yo tenía la manía de mirar al suelo. Algo brillaba entre el agua. Entonces fue cuando encontré la primera. Brillaba el sol. El barro se adhería a las ruedas de la carreta y padre iba a esperar el tren y la nieve fluía por el riachuelo. Tenía una repisa debajo del asiento. Se podía alcanzar. Ya tenía la manía de esconderlas. De modo que la encontré y lo derramé por el agujero. Aquél fue el último año que usamos el retrete, porque lo derribamos cuando llegó Hans.

Me comí una manzana que había encontrado. Tenía la piel marchita, pero la carne estaba dulce.

Yo pensaba que Hans era más fuerte que Simon, el caballo. Me dejaba ayudarlo a hacer su trabajo y hablábamos, y luego me enseñó algunas fotos de las revistas. ¿Has visto algo así por aquí?, decía, sacudiendo la cabeza. Tetas como éstas sólo las tienen las vacas. Y me tomaba el pelo, riéndose al pasar rápidamente las páginas, y yo casi no podía verlas. O venía y me daba un azote en el culo. Los dos juntos derribamos el retrete. Hans lo odiaba. Decía que era un trabajo asqueroso, propio de soldados. Pero decía que yo le había ayudado mucho. Me contó que las chicas japonesas tenían la raja de lado y que no tenían pelos. Me prometió enseñarme la foto de una y a pesar de la lata que le di, no lo hizo nunca. Quemamos las tablas en un montón enorme en la parte trasera del establo y las llamas eran de un color naranja fuerte como el sol poniente y salían nubes de humo negro. Está empapada de orines, dijo Hans. Nos quedamos de pie junto a la hoguera hasta que se deshizo y salieron las estrellas y brillaron las brasas y me hablaba de la guerra en voz baja y de los disparos de los grandes cañones.

A padre le gustaba el verano. Le hubiera gustado que todo el año fuera verano. Una vez me dijo que el whisky le hacía sentir el verano. Pero a Hans le gustaba la primavera, como a mí, aunque a mí también me gustase el verano. Hans hablaba y me enseñaba esto y lo otro. Una vez se midió la picha cuando la tenía tiesa. Observábamos corretear a las alondras entre la maleza y cómo les temblaban las plumas de la cola al emprender el vuelo. Contemplábamos la espuma que el agua turbia de la primavera hacía entre las rocas del riachuelo y oíamos los relinchos de Simon y los chirridos de la bomba del agua.

Después padre cogió manía a Hans y me dijo que no debería andar tanto con Hans. Y luego, en el invierno, como tenía que pasar, Hans cogió manía a padre y Hans decía a madre cosas terribles sobre lo que bebía padre, y un día padre lo oyó. Padre se pasó el día furioso y terrible con madre. Era una noche como ésta. El viento soplaba con fuerza y se veía venir una buena nevada y yo había encendido el fuego y estaba sentado junto a él, soñando. Madre vino a sentarse a mi lado y luego vino padre, echando chispas, mientras que Hans se quedaba en la cocina. Yo solamente oía el fuego y en el fuego veía la cara de madre, triste y tranquila, durante toda la noche, sin tener que volver la cabeza, y oía beber a padre, y nadie, incluido yo, dijo una sola palabra durante aquella larga noche. Hans fue a despertar a padre a la mañana siguiente y padre le tiró el orinal, y Hans cogió el hacha y las carcajadas de padre hicieron temblar la casa. Poco tiempo después Hans y yo empezamos a odiarnos y a buscar las botellas de padre cada uno por su lado.

El fuego estaba languideciendo. Había algunas llamas azuladas, pero casi todas eran de color naranja. A pesar de todos los preparativos que padre decía que había hecho Pedersen, en la casa no había mucha leña. Era agradable no tener frío, pero yo ya no estaba tan resentido con el tiempo como antes. Pensé que a partir de ahora me iba a gustar el invierno. Me senté lo más cerca que pude y me desperecé y bostecé.       Aunque él tuviera la picha más gorda… yo estaba aquí y él en medio de la nieve.       Me encontraba satisfecho.

Ahora estaba en medio del viento, y ahora estaba en medio del frío, y ahora tendría sueño como lo tenía yo. Tendría la cabeza inclinada igual que la tendría de inclinada el caballo y se balancearía agotado sobre la silla porque tenía que seguir resistiendo y se balancearía muerto de sueño con los ojos cerrados y los gruesos párpados llenos de nieve, y con nieve en el pelo y en las pestañas, y por dentro de las mangas y del cuello y de las botas. Estaba bien que fuera él quien estuviera allí y que no fuera yo el que estuviera sobre un caballo como una estaca contra el viento, con el caballo ya probablemente parado y con el cuello doblado frente al vendaval, y no me gustaría estar allí fuera, solo, tumbado en la blanca y fría oscuridad, muriéndome a solas, quedándome enterrado mientras todavía intentaba seguir respirando, sabiendo que solamente saldría a la superficie con la primavera y que enseguida me ablandaría el sol y me acosarían los perros. Debe de haberse detenido el caballo por mucho que consiguiera que el otro caminase. Puede que consiga que éste ande hasta caerse, o que se caiga él, o se rompa algo. Puede que llegue hasta algún sitio. Quizá. Hasta la casa de Carlson o de Schmidt. Ya lo había conseguido una vez, aunque sin tener derecho a ello ni tampoco suerte. Pero lo había conseguido. Ahora se encontraba en medio de la inmensidad de la nieve. Iba a venir más. El viento traía más. Ahora estaba allí en medio, y podría seguir y podría escapar porque ya lo había hecho antes. Tal vez formaba parte de la nevada. Puede que viviera allí, como los peces en los lagos. En primavera no pasaban cosas así. Me quedé sorprendido al oír mi risa, la casa estaba tan vacía y el viento era tan uniforme que no había ruidos.

Lo veía llegar hasta nuestro pesebre, el caballo se metía hasta las rodillas en el talud que allí se formaba. Lo veía entrar en la cocina sin que, con el viento, lo oyeran. Yo veía a Hans sentado en la cocina. Estaba bebiendo como bebía padre —levantando la botella. Madre estaba allí, con las manos como un cepo sobre la mesa. También estaba allí el chico de Pedersen, desnudo sobre la harina, con la cintura cubierta con toallas, el agua y el whisky goteando regularmente. Hans miraba, miraba los sucios dedos de los pies del chico, lo miraba igual que me miraba a mí, con sus ojillos negros, chasqueando la lengua. Y entonces vería el gorro, el chaquetón, los guantes sujetando el rifle y sucedería lo mismo que cuando padre le quitó el vaso a Hans de un puntapié, sólo que esta vez la botella rodaría por el suelo y se derramaría. Madre se preocuparía porque le iban a manchar la cocina y se levantaría y mezclaría la masa para las galletas con una temblorosa cuchara y pondría el café a calentar.

Desaparecerían igual que los Pedersen. Los quitaría de en medio hasta que acabara el invierno. Pero dejaría al chico, porque había habido un intercambio con nosotros y cada uno de nosotros se encontraba en su nuevo territorio. ¿Por qué estaba entonces tan pálido que casi parecía transparente? Dispara. Vamos. Date prisa. Dispara.

El caballo había andado en círculo. No había sabido por dónde ir. Él no sabía que el caballo había dado la vuelta. Tenía las manos flojas sobre las riendas y por eso el caballo había dado la vuelta. Todo estaba blanco y negro, y todo era lo mismo. No había camino alguno que tomar. No había huellas. El caballo había dado la vuelta. No había sabido qué camino tomar. Solamente había nieve que llegaba hasta los ijares del caballo. Lo único que sentía era un frío que le calaba hasta los huesos y que la nieve se le metía en los ojos. No había podido. ¿Cómo iba a haberse dado cuenta de que el caballo había dado la vuelta? ¿Cómo iba a poder montar y arrear al caballo si no tenía adónde ir y todo era blanco y negro, y todo era lo mismo? Naturalmente, el caballo había dado la vuelta, claro que había hecho un círculo. Los caballos saben lo que hacen. Dicen muchas gilipolleces sobre los caballos. Pues no, padre, no. Lo saben. Lo dijo Hans. Lo saben. Hans lo sabe muy bien. Tiene razón. Aquella vez tuvo razón con lo del trigo. Dijo que tenía el tizón y lo tenía. Tenía razón con las ratas, que se comen los zapatos, se comen lo que pillan; por eso ha dado la vuelta el caballo. Eso fue hace mucho tiempo. Sí, padre, pero, aunque sucediera hace mucho tiempo, Hans tenía razón y, además, qué sabes tú, siempre estabas bebiendo…; en verano, no…; no, padre; tampoco en primavera ni en otoño…; no, padre; pero sí en invierno, y ahora estamos en invierno y estás metido en la cama, como debe ser —no me hables, cállate. La botella me lo ha transformado en primavera, igual que te ha hecho entrar en calor el tipo ese a ti.       Cállate.       Cállate.       Desde que era pequeño quería con todas mis fuerzas tener un perro o un gato.       Ya sabes cómo son esas fotos de Hans, las chicas tienen los pezones tan grandes como el cuello de una botella… Cállate. Cállate. No voy a sentirlo. Ya no eres un hombre. Se te ha roto la botella en medio de la nieve. La aplastó el trineo, ¿te acuerdas? No voy a sentirlo. Siempre andabas intentando zurrarme, padre, sí, claro que sí. Siempre tenía frío en tu casa, padre.       Jorge —yo también.      No, era yo quien lo tenía. Yo era el que siempre estaba cubierto de nieve. Hasta en verano me daban escalofríos a la sombra del árbol. Y, padre, yo no te tocaba, ¿recuerdas?; así que deja de atormentarme. Él sí. Puede que haya venido.       Oh no mierda por favor.       Vuelta. Se despierta. Advierte que el caballo se ha detenido. Se sienta y se balancea, y cree que el caballo sigue adelante y entonces ve que no. Intenta arrearlo, pero el caballo se ha detenido definitivamente. Se apea y lo arrea hasta el establo, y allí está el establo, el establo donde cogió el caballo. Luego, en el establo, empieza a ver con nitidez y percibe que hay algo sólido en el corral, donde sabe que se encuentra la casa y en uno de los momentos en que la ventisca amaina ve el resplandor anaranjado, el resplandor del fuego y mi imagen a su lado, completamente estirado, con la cabeza entre los brazos y casi dormido.       Si me hubieran regalado un perro, le habría puesto de nombre Shep.

Me puse en pie de un salto y corrí hacia la cocina, deteniéndome solamente para volver a coger la pistola y para coger apresuradamente del armario el cubo con el que había tropezado haciendo aquel tremendo ruido. El grifo jadeaba. El cogedor que había en el cubo bajo el fregadero hizo un ruido metálico. Luego corrí hacia el fuego y empecé a removerlo dando la vuelta a los troncos y después golpeé los leños con el atizador para que se me llenara el pelo de chispas.

Me acurruqué tras un sillón en un rincón alejado del fuego. Entonces me acordé de que me había olvidado la pistola en la cocina. Tenía los pies descalzos y me dolían. La habitación estaba bañada por una luz anaranjada y había unas sombras oscuras que se movían. Gemía el viento y la casa crujía con ruido de pasos. Me encontraba solo ante lo que pudiera pasar. Empecé a preguntarme si los Pedersen tendrían un perro, si el chico de Pedersen tendría un perro o quizá un gato, y dónde estaría si es que lo tenían y si yo sabría cómo se llamaba y si vendría si lo llamaba. Intenté imaginarme su nombre como si fuera algo que hubiera olvidado. Era consciente de encontrarme completamente confuso y asustado y medio loco e intenté pensar una y otra vez maldita sea o qué coño o joder en lugar de imaginarme todo aquello, pero no funcionó. Lo que pudiera aparecer se encontraba a solas conmigo y yo a solas con lo que fuera.

La carreta tenía una rueda enorme.       Padre tenía una bolsa de papel.       Madre me tenía cogido de la mano.       El caballo alto agitaba la cola.       Padre tenía una bolsa de papel. Los dos nos escondimos.       Madre me tenía cogido de la mano.       La carreta tenía una rueda enorme.       El caballo alto agitaba la cola. Los dos nos escondimos.       Padre tenía una bolsa de papel.       Madre me tenía cogido de la mano.       La carreta tenía una rueda enorme.       Padre tenía una bolsa de papel.       El caballo alto agitaba la cola.       La carreta tenía una rueda enorme. Los dos fuimos a escondernos.       El caballo alto agitaba la cola.       Madre me tenía cogido de la mano. Los dos fuimos a escondernos. La carreta tenía una rueda enorme.       Padre tenía una bolsa de papel.       Madre me tenía cogido de la mano.       El caballo alto agitaba la cola.       Padre tenía una bolsa de papel. Los dos fuimos a escondernos.

El viento estaba en calma. La nieve estaba en calma. El sol ardía sobre la nieve. La chimenea estaba fría y los troncos convertidos en ceniza. Yo estaba tumbado en el suelo con las piernas encogidas y abrazándome a mí mismo. Mientras dormía, el fuego se había ido quedando gris y, vencida la noche, vi cómo el polvo flotaba, brillaba y luego se posaba. Las paredes, la alfombra, los muebles, todo cuanto divisaba por encima de mi codo, parecía pálido y mortecino, entumecido y rígido a causa del frío. Tenía la sensación de no haber visto estas cosas anteriormente. Nunca había visto una mañana perdida, el aspecto enfermizo y rígido de un amanecer en invierno ni cómo se quedaba una habitación cuando quitaban los muebles para guardarlos ni cómo el polvo los iba cubriendo suavemente.

Me puse los calcetines. No recuerdo en absoluto haber salido de detrás del sillón, aunque debí hacerlo. Cogí unas cerillas de la cocina y unos trozos de papel arrugado de una caja que había junto a la chimenea y los puse en el suelo, barriendo las cenizas hacia un lado. Luego los cubrí con astillas. Creo que eran trozos de una banasta de naranjas. Y luego un tronco. Encendí el papel y salió una llamarada y se rizaron algunos trozos de astilla, y se puso roja y negra, y recreció hasta que por fin se prendieron las astillas cuando soplé sobre ellas. Aunque las acerqué, no se me calentaron las manos, así que me di friegas en los brazos y en las piernas, y me puse a dar saltitos, pero todavía me dolían los pies. Entonces el fuego crepitó.       Otro tronco.       Me di cuenta de que no podía silbar.       Me calenté la espalda.       Fuera, la nieve.       Formando montones. Había largas sombras rígidas en la base de los taludes, pero las cimas que miraban hacia el este brillaban.       Después de haber entrado un poco en calor, di una vuelta por la casa sin calzarme y se me engancharon los calcetines en los peldaños. Miré debajo de todas las camas y dentro de todos los armarios y detrás de casi todos los muebles. Recordé que las cañerías estaban heladas. Cogí el cubo que había debajo del fregadero y abrí la puerta del porche de atrás, cegada por un talud, y llené el cubo de nieve con un cogedor. La nieve llegaba hasta los hombros del muñeco de nieve. La bomba estaba atascada. No había huellas por ningún sitio.

Encendí el fogón y puse nieve en un cazo. Siempre hacía falta una gran cantidad de nieve para hacer un poco de agua. El fogón era tan negro como el carbón. Volví a la chimenea y eché más troncos. El fuego comenzaba a crepitar y la habitación iba adquiriendo un aire alegre, aunque siempre hacía falta tanto fuego. Como pude, me puse las botas, no sé por qué, tenía el presentimiento de que iba a ver un caballo.       La puerta principal no tenía echado el cerrojo. Posiblemente, ninguna puerta. Él podría haber entrado tranquilamente. Se me había olvidado. Pero ahora sabía que no era ésa su intención. Solté una carcajada para ver cómo sonaba la risa.       Otra vez.       Santo cielo.

No quedaba rastro del camino. Cercas, matojos, maquinaria vieja: lo que suele haber en cualquier corral había desaparecido bajo la nieve. Lo único que veía eran las pendientes nevadas y las largas líneas de sombra y las cimas rígidas y brillantes casi a punto de quebrarse, pero todavía endurecidas y el sol brumoso que se elevaba desprendiendo astillas de luz anaranjada como una valla que se hubiera venido abajo. Por allí se había marchado él, aunque no hubiera nada que demostrase que se había ido. Nada parecido a un roce oscuro contra la ladera de un talud como si hubiera sido causado por una rama derribada por el viento o la cabeza de un caballo tan desnuda como una roca; las cercas de Pedersen no habían servido para proteger nada; podría estar tumbado, arrebujado contra la grupa del caballo; mientras yo observaba, nada se movía entre las sombras que pudiera tomarse por algo sólido, no por nieve, y que alguna vez hubiera tenido vida.

Vi la ventana que yo había roto. La puerta del establo estaba entreabierta, profundamente atorada en la nieve. La casa proyectaba una estrecha sombra hacia un extremo del establo donde se prolongaba sobre el talud que Hans había horadado. Ahora era más alto. Luego yo abriría un camino hasta allí. Y quizá hiciera más profundo el túnel. Perforaría todo el talud como si fuera un árbol hueco. Tenía tiempo. También vi los robles, limpios de nieve, las ramitas tan tiesas como púas. Se había cubierto el camino que yo había seguido desde el establo hasta la casa y sobre él brillaba el sol. El viento había arrastrado la nieve formando un gran talud que se curvaba contra la parte de la casa donde yo había estado. Cuando volví la cabeza, el sol arrancó un destello de la escopeta de padre. La nieve se había amontonado a su alrededor en gran cantidad. Sólo quedaba al descubierto la boca del cañón y me lanzó deslumbrantes reflejos contra los ojos cuando volví la cabeza hacia mi derecha. Hasta la primavera no había nada que hacer. Otro muñeco de nieve se derretiría. Me dirigí hacia la fachada de la casa, ante mí oscilaba una mancha negra. Hoy el inmenso cielo estaba despejado.

Me gustaba no tener que quitarme la nieve de las botas a patadas contra el suelo y el fuego crepitaba agradablemente y el agua hervía suavemente. No había razón para sentir lástima. Yo había sido el valiente y ahora me encontraba libre. La nieve me protegería. Enterraría a padre y a los Pedersen y a Hans, e incluso a madre, si me apetecía. Yo no había querido venir, pero ahora no me importaba. El chico y yo nos habíamos portado como unos valientes y ahora valía la pena recordarlo. De qué forma tan misteriosa había llegado aquel tipo en medio de la ventisca y nos había ofrecido una ocasión tan maravillosa —me hacía pensar en cómo me habían dicho que debería sentirse uno en la iglesia. El invierno, por fin, había terminado con ellos y esperaba que el chico estuviera realmente tan calentito como yo lo estaba ahora, por completo, absolutamente resplandeciente de alegría.

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William Howard Gass (nacido el 30 de julio 1924) es un novelista, cuentista, ensayista, crítico y ex profesor de filosofía. Poco después de su nacimiento, su familia se trasladó a Warren , Ohio, una ciudad de acero, donde asistió a escuelas locales
Asistió a la Universidad Ohio Wesleyan después de graduarse de Warren G. Harding High School. Sirvió como alférez en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial durante tres años y medio, un período que él describe como tal vez el peor de su vida
Obtuvo su licenciatura en el Keynon College en 1947, donde se graduó magna cum laude y el doctorado en filosofía en la Universidad de Cornell en 1954 (Disertación: Una investigación filosófica de la metáfora). Gass enseñó filosofía en la Universidad de Purdue antes de trasladarse a la Universidad de Washington en St. Louis, donde fue profesor de filosofía (1969 – 1978) y profesor universitario distinguido en humanidades (1979-1999).
También fundó y dirigió el Centro Internacional de Escritores de la Universidad (1990-2000). Ha escrito tres novelas (la primera En el corazón del corazón del país, 1968) , tres colecciones de cuentos, una colección de novelas cortas, y siete volúmenes de ensayos, tres de los cuales han ganado el National Book Critics Circle Award premios. Su novela El túnel (1995) recibió el American Book Award.

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