Poemas de Un Gran Accidente, de Eduardo Padilla

 

El día de hoy compartimos poemas del nuevo libro de Eduardo Padilla, publicado por la editorial Bongo Books. En este nuevo proyecto Padilla continúa una de las poéticas más inteligentes, agradablemente inestables y elegantemente irónica de la poesía mexicana de la primera década del siglo XXI.

Es uno de los poetas, junto a Ángel Ortuño y Julian Herbert que más ha influenciado a un segmento de autores recientes mexicanos como Jorge Posada o Luis Eduardo García.

 

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La estación discreta

 

Fui expulsado de la asamblea por hablar mal del Otoño.

 

No me parece justo pero quién soy yo

para hablar de justicia.

 

Entiendo que el Otoño es pieza clave

en esta ciudad de arquivoltas.

 

Pero los hechos son graves. Suelta una manzana en el aire

y la verás caer al suelo. La manzana cae al suelo

por la gravedad de los hechos.

 

Y es que alguien tiene que decirlo.

Alguien tiene que hablar por ellos.

Tú estás demasiado ocupado dando órdenes al sastre.

Los demás le están sacando brillo al inventario.

Y los que quedan están con la escoba,

barriendo los escombros bajo la alfombra.

 

Sólo quedo yo entonces.

 

Siento la presión de hablar por ellos.

 

Alguien tiene que decir que el Otoño también tiene las manos sucias.

Alguien tiene que hacer notar sus ligas con el Invierno.

 

Si yo fuera un colaborador quisiera que alguien más lo notara.

Quiero, más que nada, rendir bien mis cuentas.

 

El Otoño algo tuvo que ver

con la destrucción de esa aldea.

 

El Invierno no pudo haber actuado solo.

 

Saben que digo la verdad.

 

Yo tampoco actué solo

pero no me verán negarlo,

ni perder mi sombrero por las prisas

de una fuga mal implementada.

 

Aquí estoy. Vengan a verme.

Quiero pagar la cuenta, cualquier cuenta,

todas las cuentas.

No importa

que no sean mías.

 

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Dios ve con buenos ojos a los grandes enumeradores

 

La pintura rupestre describe al mundo como

 

una orden judicial demasiado larga y

mal redactada.

 

un negocio turbio

hecho de fango y estrellas.

 

una tía loca encerrada en el hospital San Pedro.

 

el cepillo de la tía loca.

 

la caspa de la tía loca

nevando sobre una imagen de los Pirineos.

 

una urdimbre de recetas

de la mano de un doctor diestro

que cubre sus pasos

y escribe con la izquierda.

 

una camisa tan vieja

que da pena admitir que existe.

 

la pena que da ponerse la camisa.

 

la tristeza por el perro

que la encuentra en el cesto de basura.

 

la tristeza por la viuda del perro

cuyo aullido es la pureza

de una desolación perfecta.

 

la audacia del vagabundo

que viene a ponerse la camisa

sin antes lavarla.

 

la admiración que siente el pintor rupestre

por el vagabundo

como si ambos fueran paisanos

y el vago hubiera ganado

medalla o mención

en algún juego histórico.

 

7d3a8830-8938-11e5-bb86-69ac0179554f_Tanto-los-EEUU-como-la-URSS-quisieron-deton

 

La risa de un cascabel

 

Ya es hora de ponerte guapo,

vamos a la tintorería.

El encargado dice que

la suciedad es el ritornello de todas las cosas.

Hay que preguntarle qué es eso.

No sabe.

La empresa le dijo que se lo aprendiera.

 

Ya vamos bajando.

Cuánto mide el pozo, a ti qué más te da

cuánto mide el pozo.

Te morirías tres veces de espanto antes de llegar al fondo

si te aventáramos.

 

Cuánto tiempo llevamos,

llevamos un chingo,

eones llevamos.

A ti qué te importa el tiempo,

hay que bajar

y hay que hacerlo con cuidado.

Estate en paz.

 

Estate sosiego, hombre,

qué te angustia.

Vale la pena,

claro que vale la pena,

ya verás cuando lleguemos.

Todo está listo,

te van a recibir con gongs y todo eso.

De hecho le están pegando al gong desde que naciste

pero tú no lo escuchas

por el ruido de los motores.

 

La risa de un cascabel, qué es eso.

Cuál insomnio.

Ah, te daba insomnio.

Escuchabas un cascabel reírse.

Ey, igual era el gong.

O el latir de la sangre en tus oídos.

 

Mira, ya no falta tanto,

ve por la ventana:

esos son los bárbaros,

esas son las sirenas,

y ese fulgor rojo sobre las montañas,

esas son las bombas.

 

 

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Los buenos imanes

 

Las palabras son los cubiertos de los pobres.

 

Obleas en boca de todos

los suplicantes.

 

Larvas de mosca

Sarcophagidae

en la mollera

de los nuevos reclutas.

 

Limosna en la charola del que fue a la escuela

y volvió sin brazos.

 

Monedas que entre más circulan

menos valen.

 

Pero

aunque todo sea desgaste

(y es cierto que me duele el culo

de tanto darlo todo por sentado)

hay palabras que no entiendo

cómo diablos

van cogiendo

electromagnetismo

con cada vuelta;

su maña espiral

alude al caracol del oído

y es ahí donde se alojan.

 

Claro que

los poetas y los hacedores de mitos

también viven en el oído.

(En la cueva del oído se esconden los prófugos.)

Poe, por ejemplo.

Ulalume, Ligeia,

el cuervo del estribillo:

agujeros negros de alta factura.

La gravedad de estas palabras es dominante, ergo—

la luz va y se pierde en su tonel negro,

la barriga bailarina de la que cuelgan todos los cielos.

 

La barriga que baila la Zarabanda de Händel.

 

La barriga que baila en Rioja

la danza de los zancos

para exhibir

los trapos del sol

y la sabia lección del trompo.

 

La barriga que baila en Costa de Marfil

con los negros que son grullas

que son trompos

que son brujos

y esclavos de la elipse.

 

Gira lejos la barriga

y come todo lo que cae en sus faldas;

los sopla-flautas de Pan

y Joujouka

le dan cuerda todo el día.

Gira con el calderón de las brujas donde se cuecen las médulas

y las potencias.

Gira hasta que todo queda limpio y comprimido,

ergo los diamantes

que a tantos hombres maté

para poder engarzar en tu anillo.

 

Ya recuerdo otra palabra-imán

que nunca se acaba

en la literatura

o en las otras colonias—

¡es la palabra horror!

Yo digo que Conrad

escribió El Corazón de las Tinieblas

como quien construye una pirámide empezando por la punta;

que escogió la palabra horror

–palabra esfinge–

y la repitió hasta quedar en trance.

 

Horror

canta el trompo de marfil cuando gira

y con cada giro la jungla circular se expande.

 

 

La lección de canto

 

Hablando del Cangrejo,

querido niño…

¿sabías que sus pinzas

son así

sólo por ti?

 

Su forma es el fruto que cae de un árbol;

el árbol sale del amor

entre la Gravedad

y las curvas del mundo

por el que hoy resbalas contento.

 

Pero ese amor es más que

sonrisas

entre una pelota

y una señora invisible.

También hay que tomar en cuenta

el costal cobrizo

donde caben todas las cosas

con las que los amantes

arman al cangrejo.

 

Podrá parecerte, la envoltura de un molusco,

demasiado brusca

y te preguntarás cómo pueden dormir así,

con la armadura puesta.

Es normal que pienses

que es mejor tener piel de niño

que piel de cangrejo

pero no debes sentir pena por él.

Él es feliz siendo lo que es pues no sabe

que se puede ser otra cosa.

 

¿Sabes que un cangrejo es como un suéter

tejido por una anciana?

Sólo que no está hecho de estambre sino de

enlaces químicos

que van enredados del cuello unos con otros.

Es una familia de enanos

bailando alrededor del fuego

en un claro del bosque.

Cada uno tiene un nombre

y una opinión sincera

sobre cuál es la mejor manera

de asar malvaviscos.

 

La forma de la pinza es admirable.

Quiero que aprendas a verla.

No es nada fea, lo que pasa es que tiene

un gran corazón, el cangrejo,

y su amor se le sale por las pinzas.

Parece un gran accidente, tal vez.

Una cadena montañosa

en un planeta lejano donde todos se odian.

Pero esto es porque el cangrejo, te digo,

quiere mucho al mundo

y cuando lo coge ya nunca quiere dejarlo ir.

 

Es como cuando yo te agarro

y te detengo

y te levanto alto sobre el altar de mármol.

Recuerda la capilla junto al mar:
tenía una cúpula, tenía una bóveda,

y su nervadura era tan bella

como las pinzas de un cangrejo.

 

Si el cangrejo te levantara sobre el altar,

es verdad,

te cortaría en dos

—¡snip!—

te cortaría en dos aquí, por la cintura.

Pero eso es sólo porque el cangrejo te quiere mucho

y te quiere cerca, para poder admirarte.

Sabes, su amor viene desde un lugar muy lejano.

Viene con demasiada fuerza.

Y sus manos cortan.

Y tu piel es suave.

 

Por eso hay que darle las gracias.
La forma de sus pinzas es un tributo

a tu propia forma,

que es divina.

Y todos queremos coger a Dios

y ya nunca dejarlo ir.

 

Ahora, mírame bien.

Yo también tengo un corazón,

querido niño.

A mí también

podrías aprender a admirarme.

Pues cuando te levanto alto

y te sostengo

mi pulso es firme.

El dorso de mi mano es rugoso

y cuando oscurece

mi puño podría aplastar cualquier pinza.

Pero mis palmas son suaves.

Sí, mi corazón no es tan grande

como el de un cangrejo,

pero mis palmas son suaves.

 

Mis manos son así

sólo por ti.

 

El escritor Eduardo Padilla posando con un ave.

Eduardo Padilla (Vancouver, Canadá, en 1976 – ) Ha vivido la mayor parte de su vida en León, Guanajuato. Ha publicado el poemario Zimbabwe (Ediciones el Billar de Lucrecia, 2006) el poemario a cuatro manos junto a Ángel Ortuño, Minoica (Bonobo Editores, 2008), Mausoleo y Áreas Colindantes (Ediciones La Rana, 2012) Blitz (Editorial Filo de Caballo, 2013) y recientemente Un gran Accidente (Bongo Ediciones, 2017)