Esta es una colaboración para la Sección de Narrativa de Cristian Briceño, miembro del grupo de Colaboradores de Sub25

 

Tengo la impresión de que El clavo en el cerezo se construye a partir de una sola descripción, precisamente la que el narrador hace sobre la complexión de su madre, cuando nos habla de sus hombros “estrechos y picudos”. Algo parecido ocurre en Visor de Raymond Carver: se nos presenta al fotógrafo con garfios en lugar de manos al comienzo del cuento, y uno se pregunta cómo llegó ese hombre a quedar discapacitado y en qué momento va a explicarse su situación. Sin embargo, en el cuento de Askildsen, la descripción aparece hacia al final, y es una suerte de clímax desapercibido, que no explica nada ni tiene una función convencional, pero conmueve y nos permite imaginar lo vulnerable de los personajes, como si cada uno supiera que algo está por ocurrir, algo no necesariamente bueno. Es una imagen grandiosa, como pocas en la narrativa breve. En los hombros de la madre se ve su desesperación, se ve lo irreconciliable, el pasado y el presente desenlazados y a una distancia imposible y cuya cercanía, cuya estrechez, la hace todavía más insalvable. Esos picos que son los hombros son también, probablemente, los dos hijos, distanciados, sin esperanzas de conciliación, como si cada uno hubiera hablando en el pasado esa hipotética lengua pre-babélica de la que ahora sólo quedan vestigios que apenas les permiten comprender parcialmente cierta información básica como un saludo o un reproche. Pero hay mucho más en El clavo en el cerezo: es uno de esos milagros de sutileza infinita, casi imperceptibles y poco conocidos, como los doce gorriones de barro a los que Jesús, aún niño, les dio vida.

 

*Puedes descargar el pdf con sus Cuentos reunidos en espapdf.com.

 

 

El clavo en el cerezo

 

Mi madre estaba en el jardincito de detrás de la casa, de eso hace ya mucho tiempo, yo era mucho más joven entonces. Estaba clavando un largo clavo en el tronco del cerezo, yo la veía desde la ventana del segundo piso, era un día bochornoso y nublado del mes de agosto, la vi colgar el martillo del clavo. Luego fue hasta la valla de madera al final del jardín, donde permaneció mucho rato, completamente inmóvil, contemplando el extenso descampado sin árboles. Bajé por la escalera y salí al jardín, no quería que se quedara allí, pues quién sabía lo que podía estar viendo. Me acerqué a ella. Me tocó el brazo, me miró y me sonrió. Había llorado. Dijo sonriendo: No aguanto más, Nicolay. De acuerdo, dije. Fuimos hasta la casa y entramos en la cocina. En ese momento llegó Sam quejándose del calor, y mi madre puso agua para el té. Las ventanas estaban abiertas. Sam hablaba a mi madre de una cama que causaba dolores de espalda a su mujer, y yo subí directamente a la habitación que llamábamos la habitación de Sam, porque él era el mayor y el primero que había tenido su propio cuarto. Me quedé de pie en medio del cuarto de Sam dejando pasar el tiempo, luego volví a bajar. Sam estaba hablando de un motor fuera de borda. Mi madre echó azúcar al té y no paraba de removerlo con la cucharita. Sam se secó la nuca con un pañuelo azul, no podía soportar mirarlo, dije a mi madre que iba a comprar tabaco, y estuve fuera un buen rato, pero cuando volví, él seguía allí. Hablaba del entierro, de que el reverendo había encontrado justo las palabras adecuadas. ¿Tú crees?, preguntó mi madre. Le pregunté a Sam por la edad de su hijo. Me miró. Siete, dijo, pero si ya lo sabes. No contesté, él seguía mirándome, mi madre se levantó y llevó las tazas al fregadero. Entonces empieza ahora el colegio, dije. Evidentemente, contestó, todos empiezan el colegio a los siete años. Sí, ya lo sé. Me levanté y fui hasta la entrada y luego subí al cuarto de Sam, sentía como si tuviera la cabeza en el fondo de un lago. Metí el paquete de tabaco en la maleta, la cerré con llave y me metí la llave en el bolsillo. No, me dije a mí mismo. Volví a abrir la maleta, saqué el paquete de tabaco, saqué el otro paquete del bolsillo y volví a bajar a la cocina con los dos paquetes de tabaco en la mano. Sam dejó de hablar. Mi madre estaba secando los cacharros con un paño de cuadros rojos y blancos. Me senté, dejé los dos paquetes de tabaco en la mesa y empecé a liarme un cigarrillo. Sam me miró. Se hizo el silencio durante un buen rato, hasta que mi madre se puso a tararear. Y tú, dijo Sam, sigues con lo tuyo. Sí, contesté. Jamás lo comprenderé, gente adulta escribiendo poesía. Quiero decir, sin hacer nada más. Bueno, bueno, Sam, dijo mi madre. Pues no lo entiendo, insistió Sam. Lógico, contesté. Me levanté y salí al jardín. Me resultaba demasiado pequeño, salté la valla y eché a andar por el descampado. Quería ser visible, pero a distancia. Anduve unos ochenta o noventa, tal vez cien metros, entonces me detuve y volví la cabeza. Podía ver la mitad del coche de Sam a la derecha de la casa. El aire no se movía. Apenas sentía nada. Me quedé mirando la casa y el coche durante mucho tiempo, tal vez un cuarto de hora, tal vez incluso más, hasta que Sam se fue, a él no lo vi, sólo el coche. Unos instantes después, salió mi madre, y cuando vi que me había visto, volví al jardín. Dijo que Sam había tenido que marcharse. Te manda recuerdos, dijo. ¿De veras?, pregunté. Es tu hermano, señaló ella. Pero, madre, dije. Entonces ella meneó la cabeza sonriendo. Le dije que por qué no se iba a descansar un rato. Asintió. Entramos. Se detuvo en medio de la habitación. Abrió la boca de par en par como si fuera a gritar, o como si le faltara el aire, luego la volvió a cerrar y dijo con un hilo de voz: Creo que no voy a superarlo, Nicolay. Quisiera morirme. La cogí por los estrechos y picudos hombros. Madre, dije. Quisiera morirme, repitió. Sí, madre, dije. La conduje hasta el sofá, estaba llorando, le tapé las piernas con una manta, apretó los ojos y lloró ruidosamente, yo estaba sentado en el borde del sofá mirando las lágrimas y pensando en mi padre, pensando en que ella seguramente lo había amado. Puse una mano sobre su pecho, de alguna manera era consciente de lo que hacía, y ella dejó de apretar los ojos, pero no los abrió. Ay, Nicolay, dijo. Duerme, madre, dije. No retiré la mano. Al cabo de un rato, ella respiraba tranquilamente, y entonces me levanté, fui a la entrada y subí al cuarto de Sam. Faltaban casi cinco horas para la salida del tren, pero estaba convencido de que ella lo comprendería. Hice la maleta, coloqué el traje negro en la parte de arriba. Tenía la sensación de que mi cabeza estaba en un gran espacio. Bajé por la escalera y salí. Fui andando hasta la estación, estaba lejos, pero me sobraba tiempo. Iba pensando en que ella tenía que haber amado a mi padre, y que Sam…, que ella seguramente también lo quería a él. Y pensé: No importa.

 

Askildsen-Kjell

 

Kjell Askildsen (Mandal, 1929) es uno de los escritores noruegos más importantes del siglo XX. Sus relatos breves son verdaderas obra maestras de la concisión y la sugerencia. En el prólogo a sus Cuentos Reunidos, publicados por Lengua de trapo en 2010, Fogwill ha dicho que sus cuentos “eluden descripciones, escenografías, tramas, suspensos, desenlaces, sorpresas calculadas que revelan la mala fe del narrador, pinturas de época, guiños a la moda de temporada, denuncias contra el nazismo, el racismo, el estalinismo, el capitalismo, la contaminación, los medios de comunicación, la policía, la monarquía, la injusticia, ni contra el mal, entendido como resultado de un proyecto consciente de los humanos”. Suele estar considerado en las casas de apuestas para el Premio Nobel de Literatura, y en el último año fue con 33/1, al igual que a Javier Marías, Adam Zagajewski o Claudio Magris.

 

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