Compartimos en esta ocasión poemas de Julian Herbert, uno de los poetas mexicanos cuya obra fue decisiva para su generación, incorporando recursos extra-literarios poco habituales a los de su generación tanto en las imágenes como en la dicción del poema

Su influencia se ve reflejada en autores y movidas más jóvenes, como las poéticas de Luis Eduardo García o Eduardo Padilla

Los poemas publicados aquí fueron tomados de la antología País Imaginario (1969-1971) Escrituras y Transtextos

 

Tan claro como una tumba

                                                                     para Lauréline

Oscuro como la tumba donde yace mi amigo
Malcolm Lowry

1

Una esfera lúcida: viento,
colibríes,
esquizofrenia atravesando las montañas.

El bosque a donde fuimos, aserrín
de alto voltaje derramado en la niebla
–mas sin fulminación: todo tan claro
como una tumba a ras de aurora.

Vine a morir –farsa back pack, pasa un camión
destartalado– en el ojo de un hongo alucinógeno Y tú
te reíste y quitaste con tus uñas
las bacterias:
pedacitos de piel muerta de mi cara.

Una esfera lúcida, un cántaro de espanto
comido este derrumbe.

Espié la lentitud. La arboleda desnuda
como una sibila al entrar en su baño.
Vi más abajo las cenizas
de otra sibila adulterada,
ojos en éxtasis las hojas calcinadas,
una hipodérmica vacía de cielo en su mano.

Vi el sábado incrustado
en una lágrima de velocidad.

Y no vi
los colores (mi cara en clorofila,
los látigos de sepia desgajando la madera), pero sí
el resplandor de la oscuridad.

Frases cúbicas, ideas
refractarias a su peso de fractal.

(Vi
también unas violetas.
Me consolaron
cuando estábamos allá.)

2

Compramos dos viajes de hongos
por 80 pesos.
Rentamos la cabaña por 70.
La comida también era barata.

El dinero nos ha seguido desde el norte
por todas las carreteras–
quiero decir, nos ha dejado:

[Et in]
Arcadia de meseros y de recepcionistas
con las manos amputadas en el filo del ego (en el filo
del oro).

Buitres sobrevolando la terraza del Majestic
y en el zócalo un gran buitre de lino de la patria;

billetes rojos y azules quemados en el prisma del mezcal,
billetes fuente que mana y corre aunque es de noche,
tersos billetes arrojados a la danza del paisaje desde la cima de la ruina

(el mundo es una bailarina desnuda),

viejos y grises y pálidos billetes
defenestrados al alba en canteras de euforia,
en farmacias de la Tierra Prometida:

todo el dragón del mar,
toda la simetría,
toda la luz lanzada en el azar de un cubilete

tendrán una etiqueta con su precio
en el extremo real de las apoteosis.

El dinero es la alcoba donde posamos nuestro corazón feérico,
nuestras volutas nítidas de serpiente emplumada.

Le fric est notre patrie commune,
Lauréline:
donne-moi, donne-moi ton argent.

Sé que comimos suculencias nauseabundas,
que el sinsabor de las verdades que compramos
desaparecerá. Pero nuestra vivencia
es más precisa que la fe.

3

Todos estamos muertos en San José del Pacífico.
Todos resucitamos en San José del Pacífico.
En San José del Pacífico viene a dormir la profecía, y la risa es un alambre del invierno,
y el doctor Freud es un perro lamiéndose el glande doblado sobre su propio esqueleto.
En San José del Pacífico salimos del baño para entrar en una guerra: cota de niebla,
caparazones de musgo en la respiración, cuerpos silbados en el Limbo de la flecha.
En San José del Pacífico hacen fiestas en marzo, pero en julio solamente sopla el viento:
escucha cómo fluye cada vez que lo digo: el viento, fluye el viento, escucha cómo fluye más allá de la fiesta cada vez que lo digo:

hacen fiestas en marzo, pero en julio
solamente sopla el viento.

Párpados de bonanza caen a la cara de los cadáveres en San José del Pacífico,
caen también junto a la carretera expendios de pan y botellas al tiempo,
y cae incluso el tiempo como una plancha de acero en un rastro a veces,
y a veces
como un durazno rojo.

No he visto policías en San José del Pacífico.
No he visto prostitutas.
No he visto a Dios.
En San José del Pacífico todos estamos muertos,
todos resucitamos
para beber café junto a los jipis del expendio. Hasta que viene el hongo:
la humedad, la radio-
actividad, la polución de tanta risa.

La parte más visible de la bomba.

4

[…]
Me llamo 2 de la tarde y me duele la cabeza.

(etcétera)

[…]

la expresión como un acto diletante

el balbuceo como una máquina de precisión

(toda esa retórica de callar o caer majestuosamente, etcétera)

[…]

(“mantenga su distancia
no ciegue mis manadas con
ese resplandor

(usted es mi invitado

(no mi cliente)

mantenga su distancia”))

[…]

lo que aparece en la escritura:

una versión autorizada, una

Vulgata

de la mente:

* * *

Mírate en este azul sin habla:
un cielo que parece una tabla
de tan pulido, de tan recto –tabla
de raíz de aire: callada,
tan azul. Mírate
como se mira un ciervo en el paisaje
aunque, camino de la sed, nada
le sea temblor, temor, estanque;
mírate desaparecer en los zarzales.

Una mariposa roja cruza la hondonada y,
mientras la señalas,
se engasta en el cielo sin nubes.
Un suspiro. Un incendio:
un anillo que vuela en tu dedo
hacia el interior.

* * *

Tropas de desengaño colorean –claro
como una tumba– el aire. La descomposición
encarna en lo naranja (bacteria
venenosa); debajo de este árbol
soy su caníbal: soy su reencarnación.
Raíces de agua negra,
gargajos sin sonido: escupo un lodo ácido
encima de mi amor.

San José del Pacífico, verano 2003

 

ANIBAL SUPERSTAR

Yo no sé cómo amar a un elefante.

Me da igual si lo dijo Daktari

Yvonne Elliman

  1. T. Barnum

la mamá de Dumbo meciendo al cachorro a través de los barrotes de una cárcel con ruedas

Tito Livio en sus Décadas de la historia romana

wikipedia

cualquier otra siniestra criatura que hoy le informa a este mundo hacia dónde
sopla el nudo corredizo:
yo no sé cómo amar a un elefante.

He cambiado.
He cambiado un spot por una
quemadura.

La quemadura es el lenguaje con que juro, manos abiertas sobre el hielo.
La quemadura máquina de guerra,
huellas de paquidermo sobre la nieve de los Alpes.

Soy un guardián y dos cabezas.

Con la primera perdí dos guerras púnicas.
Con la segunda triunfé en la batalla de Cannas.

Sueño todas las noches con
mi hijo. Yace
sumergido en su madre; es
un gladius o un diente empollado
o una bolsa de transfusión.

Sueño que una serpiente de leche bronca y sombrero duerme debajo de mi studio couch.

Sueño estúpidos colibríes secuestrados por el ámbar tragaluz de una mansión en ruinas.

Sueño que un sacerdote encapuchado de gangsta lo besa y lo amaga empuñando una Uzi.

Sueño que juntos apedreamos a una adúltera llamada Escipión el Africano.

Mi hijo, rayo púrpura en la mano de Baal,
atraviesa la nieve
armado de su lanza y montando un elefante.

Yo lo espero en el quirófano: cuatro cambios
de ropa, toallas húmedas, una
mantilla blanca…

Y ahora el circo: grandes masas de carne machacada en Sagunto, Iliberis, Ruscinón.

Y ahora precipicios: las piernas de mi mujer abiertas a la masacre.

Y ahora –me indica lo que llaman
el destino (voz en off; locutor; una
antístrofa)–
el mensaje de nuestros patrocinadores:

   Según algunos, habiendo reunido a los elefantes en la ribera del Ródano, irritado el más furioso de ellos con su conductor, le persiguió en el agua, por lo que el hombre huía a nado, de modo que arrastró dentro del cauce a todos; ahora bien, en cuanto cada uno de estos animales –que tanto temen al agua profunda– perdió pie, la misma corriente le llevó a la otra orilla.

Turba de aminoácidos tu nombre,
Aníbal,
yerno de Asdrúbal, hijo
de Amílcar Barca. ~

julian herbert

JULIAN HERBERT

Nació en Acapulco, México, en 1971. Es autor de los libros de poemas El nombre de esta casa (1999), La resistencia (2003), Autorretrato a los 27 (2003), Kubla Khan (2005) y Pastilla camaleón (2009).

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