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Ha pasado exactamente una semana desde que la polémica en redes explotó a partir de la publicación de un peculiar texto del poeta y editor Paul Forsyth en el blog de Librería Sur. A pesar de haber sido borrado y a pesar del descargo hecho por la misma Editorial Celacanto, creo necesario discutir algunas cuestiones que ahora Forsyth menciona, que probablemente no cubriré a cabalidad. Un texto así de enérgico merece una respuesta enérgica. Gracias, una vez más, a Sub25 por el espacio.  (Valeria Román Marroquín)

“La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre.”

– José Carlos Mariátegui en El artista y la época (1987)

El insípido debate sobre si la literatura es o no independiente a la política o si se desarrolla al margen del discurso ideológico del artista es una discusión –en mi opinión– tan vieja como desgastada, que todavía sorprende cuando, entre los escombros y los manotazos de ahogado, alguien pone sobre la mesa de manera tan sosa esta cuestión. Y lo digo así, porque una disputa de tal envergadura suele devenir en una división bastante tendenciosa y cuestionable entre “arte por el arte” y “arte político”; cuestionable, en el sentido de que nuestros criterios para hacer tal división recaen en qué cosa entendemos cuando hablamos de un arte con cierto carácter “político”. O mejor dicho, qué comprendemos por “política”, en su forma más amplia.  Y tendenciosa, porque las conclusiones a las que se llegan es que el arte podría ser una suerte de espacio estático y neutral, abocado únicamente al deleite estético; y por otro lado, que todo arte “ideologizado” es malísimo por, justamente, estar “ideologizado”.

El texto de Paul Forsyth sobre el carácter del proyecto editorial “Celacanto” es tanto desalentador como oportuno; desalentador, porque es síntoma de la pretensión de algunos colectivos (o sujetos individuales) de negarle todo carácter al arte más allá de ser un objeto de distracción. Pero también oportuno porque abre la puerta a una discusión que normalmente pasa desapercibida en medio de los recitales y las cervezas. Y es que más que sujetos que andan por la vida, asumimos de alguna manera u otra un papel de artista, creador, poeta, escritor, etcétera. Y nunca está de más detenernos a reflexionar sobre lo que estamos o no escribiendo.

Particularmente, pienso que la mejor escritura es la escritura consciente de sí misma. No porque sea sublime o suficiente por sí misma como lo plantea Forsyth. Esa conciencia de sí misma no radica en qué tan panfletario o partidario pueda ser el discurso de una obra en particular; más bien, la conciencia de sí misma se presenta en una comprensión del peso de la tradición que la antecede y el papel del arte en una realidad inmediata, y por tanto, comprende la necesidad de emprender proyectos que sepan responder por un lado, las taras y las preguntas que han dejado sus antecesores, y por otro lado, las exigencias de la misma época. Esta empresa no acaba con el desarrollo de una forma, un estilo o una técnica nueva: más bien, exige un puente entre lo que habita el poemario y el mundo externo que lo contiene. Una ética.

Dicho esto, en su texto, Forsyth nos dice que -a su juicio- en Celacanto solo están interesados en libros con un “verdadero valor literario y artístico”. Curiosamente, la crítica tradicional y apolillada (esa misma crítica que se ha encargado de darle la espalda a autores como los que encontramos en el catálogo de Celacanto) entiende ese verdadero “valor literario y artístico” como una cuestión meramente formal, e incluso, sus estándares para valorar un libro recae en qué tan correcto sea en su aspecto técnico. Es cierto que hay libros escritos correctamente, que son buenos libros, que pueden ser disfrutables. Sin embargo, esta crítica no es capaz de pensar en el libro más allá de sus propios límites estilísticos, y es ahí donde encontramos aquella miopía que también sufre Forsyth. Sobretodo, porque un poemario no es únicamente una reunión de poemas bien (o mal) escritos; comprende también un mundo interior con una lógica propia que debe ser examinada tanto por críticos como por lectores. Y ese mundo interior se corresponde con un discurso frente a una realidad que aparece fragmentada ante el autor. Casi ningún libro es únicamente una exploración profunda de la subjetividad del autor. Casi ningún libro es capaz de escapar del peso que hay fuera de sus mismos límites. Del peso de la totalidad donde se escribe. Y ese mismo peso representa ya una carga ideológica.

De por sí, los sujetos no poseen una misma percepción del mundo. Sin embargo, en la sociedad de clases, las relaciones sociales construidas sobre el modo de producción y la profunda división del trabajo determina (o mutila) la experiencia y la forma de relacionarnos con el mundo. Esto quiere decir que nuestra concepción del mundo y de cómo éste se mueve no es, ni por asomo, de naturaleza individual. Menos aún neutral. Cuando Forsyth señala que “siempre que las ideologías pretenden expresarse en términos artísticos, no hacen sino dar cuenta de la trivialidad de sus posturas”, olvida que las ideologías y las posiciones políticas se expresan en todo momento (and so on, and so on). En ese sentido, la literatura no escapa de expresiones ideológicas. Ni de expresiones políticas. Y no hablo de política en el sentido en que se la entiende corrientemente: es decir, militar en cierto partido o confesarle a los cuatro vientos que uno es marxista-leninista-maoísta pensamiento Valdivia. La política, entonces, debe ser entendida como la dinámica entre las clases en las que está dividida la totalidad social por la conquista del poder. O mejor dicho, parte del conflicto entre los intereses de clase. El arte que se dice político, en ese sentido, expresa explícitamente esas tensiones y contradicciones inminentemente antagónicas. Sirviendo así, como un espacio de reflexión y crítica. Hay libros que quisieron cubrir ese espacio de manera insatisfactoria, es cierto, pero existen también libros hermosísimos que se han avocado a esta tarea, con una propuesta estética y ética en particular. Lo cual al fin y al cabo es parte de esa conciencia de sí misma de la que hablé dos párrafos más arriba.

A pesar de eso, la editorial Celacanto se enuncia como un proyecto abiertamente anti-capitalista al regalar sus libros, de modo que se rechaza la comercialización y la mercantilización de la poesía. Lo cual en cierta medida, es cuestionable. No lo digo únicamente por el texto de Forsyth, que valientemente denunció que “las estructuras hegemónicas culturales están secuestradas por la pútrida payasada izquierdista, por la cancerígena bufonada feminista y por la sidosa farsa posmodernista”, además de mostrarse en contra “la endémica hipocresía del capitalismo”.  Lo digo también por el comunicado que hace unos días dio la misma editorial, diciendo que los comentarios de Paul Forsyth no eran compartidos por los demás miembros de Celacanto. Por un lado, el discurso del que se alimenta aquel texto no es más que parte de la misma ideología dominante y burguesa, encarnada en la derecha populista, la derecha liberal y “la pútrida payasada de la izquierda”, la cual ha utilizado al “cuco de la ideología” para socavar cualquier proceso o espacio de politización y educación por parte de las clases más explotadas. Aquí, un proyecto que se dice anti-capitalista, sólo recibe autores por sus méritos poéticos, por lo sublime que son sus poemas ¡al diablo lo demás! El amor a la literatura (¿Qué clase de amor es ese?) lo puede todo, incluso puede pasar por encima de la crítica al capitalismo. Incluso por encima de la crítica a esas estructuras cultures hegemónicas, que nada o poco tienen qué ver con lo que menciona Forsyth. Comprendo las buenas intenciones de este proyecto, pero si una editorial pretende adoptar aquel espíritu, no es concebible que, por un lado, lo sea únicamente en el modo de distribución del material poético. Ni tampoco hacerse cargo de lo que pueda decir el mismo autor del material que distribuyen. Eso es tener poco o ningún criterio frente a un proyecto que se supone tiene una línea específica. No es posible tampoco, que no quiera asumir el peso de las opiniones de los mismos miembros del proyecto, que por lo visto aquí pueden ser tan reaccionarios como cualquiera de aquellos editores que publican libros sólo porque son fáciles de vender.  

La realidad peruana responde a un contexto ideológico, y una vez más, éste se reproduce en todas las esferas posibles. Frente a la realidad, nadie necesita sublimación: el hecho de que los índices de comprensión lectora o de lectura en nuestro país no se debe únicamente a la difusión de literatura. Corresponde, más bien, al paupérrimo estado en el que se encuentra en la educación; cosa que no está aislada al tipo de política que aplica el Estado para sistemáticamente precarizarla, y que finalmente, pase a la privatización. Corresponde a que aquellas políticas apuntan a que la educación en las escuelas formen hombres unidimensionales, mano de obra barata. Corresponde a las brechas económicas cada vez más acentuadas entre clases. Frente a la realidad, nadie más que el que no la conoce necesita sublimación.

Y sin embargo, quieren seguir creyendo que nada de esto tiene que ver con política. 

 

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